Via Crucis Eucarístico

Vía Crucis Eucarístico
El texto corresponde a S. Pedro Julián Eymard; las imágenes pertenecen al Vía Crucis del Santuario Mariano de Torreciudad, Huesca; fueron realizadas en cerámica por el artista aragonés José Alzuet.

I-Jesús Condenado a Muerte Jesús es condenado por los suyos, por aquellos mismos a quienes ha colmado de favores. Condénasele cual si fuera un sedicioso, a El, que es la bondad misma; como blasfemo, siendo así que es la misma santidad; como ambicioso, cuando se hizo el último de todos. Como si fuera el último de los esclavos, es condenado a la muerte de cruz. Como vino a este mundo para sufrir y morir y para enseñarnos a hacer ambas cosas, Jesús acepta con amor la inicua sentencia de muerte. También en la Eucaristía es Jesús condenado a muerte. Condenado en sus gracias, que no se quieren; en su amor, que se desconoce; en su estado sacramental, en que es negado por el incrédulo y profanado por horribles sacrilegios. Por una comunión indigna vende a Jesucristo un mal cristiano al demonio, entrégalo a las pasiones, lo pone a los pies de Satanás, rey de su corazón; le crucifica en su cuerpo de pecado. Los malos cristianos maltratan a Jesús más que los mismos judíos, por cuanto en Jerusalén fue condenado una sola vez, en tanto que en el Santísimo Sacramento es condenado todos los días y en infinidad de lugares y por un número espantoso de inicuos jueces. Y a pesar de todo, Jesús se deja insultar, despreciar, condenar; y sigue viviendo en el Sacramento, para demostrarnos que su amor hacia nosotros es sin condiciones ni reservas y excede a nuestra ingratitud. ¡Perdón, oh Jesús, y mil veces perdón, por todos los sacrilegios! Si me acontece cometer uno sólo, he de pasar toda la vida reparándolo. Quiero amaros y honraros por todos los que os desprecian. Dadme la gracia de morir con Vos.
II-Jesús cargado con la Cruz En Jerusalén, los judíos imponen a Jesús una pesada e ignominiosa cruz, que era considerada entonces como el instrumento de suplicio propio del último de los hombres. Jesús recibe con gozo esta cruz abrumadora; apresúrase a recibirla, la abraza con amor y la lleva con dulzura. Así nos quiere suavizarla, aliviarla y deificarla en su sangre. En el Santísimo Sacramento del altar los malos cristianos imponen a Jesús una cruz mucho más pesada e ignominiosa para su Corazón. Constitúyenla las irreverencias de tantos en el santo lugar; su espíritu, tan poco recogido; su corazón, tan frío en la presencia del Señor, y su tan tibia devoción. ¡Qué cruz más humillante para Jesús tener hijos tan poco respetuosos y discípulos tan miserables! Aun ahora Jesús lleva mis cruces en su Sacramento, pónelas en su Corazón para santificarlas y las cubre con su amor y besos, para que me sean amables; mas quiere que las lleve también yo por Él y se las ofrezca; se allana a recibir los desahogos de mi dolor y sufre que yo llore mis cruces y le pida consuelo y auxilio. ¡Cuán ligera se vuelve la cruz que pasa por la Eucaristía! ¡Cuán bella y radiante sale del Corazón de Jesús! ¡Da gusto recibirla de sus manos y besarla tras Él! A la Eucaristía iré, por tanto, para refugiarme en las penas, para consolarme y fortalecerme. En la Eucaristía aprenderé a sufrir y a morir. ¡Perdón, Señor, perdón por todos los que os tratan con irreverencia en vuestro sacramento de amor! ¡Perdón por mis indiferencias y olvidos en vuestra presencia! ¡Quiero amaros; os amo con todo mi corazón!
III- Jesús Cae por Primera Vez Tan agotado de sangre se vio Jesús después de tres horas de agonía y de los golpes de la flagelación, tan debilitado por la terrible noche que pasó bajo la guardia de sus enemigos, que, tras algunos momentos de marcha, cae abrumado bajo el peso de la cruz. ¡Cuántas veces cae Jesús sacramentado por tierra en las santas partículas sin que nadie se dé cuenta! Mas lo que le hace caer de dolor es la vista del primer pecado mortal que mancilló mi alma. ¡Cuánto más dolorosa no es la caída de Jesús en el corazón de un joven que le recibe indignamente en el día de su primera Comunión! Cae en un corazón helado, que el fuego de su amor no puede derretir; en un espíritu orgulloso y fingido, sin poder conmoverlo; en un cuerpo que no es más que sepulcro lleno de podredumbre. ¿Así por ventura hemos de tratar a Jesús la primera vez que se nos viene tan lleno de amor? ¡Oh Dios! ¡Tan joven y ya tan culpable! ¡Comenzar tan pronto a ser un judas! ¡Cuán sensible es al Corazón de Jesús una primera Comunión sacrílega! ¡Gracias, oh Jesús mío, por el amor que me mostrasteis en mi Primera Comunión! Nunca lo he de olvidar. Vuestro soy, del mismo modo que Vos sois mío; haced de mí lo que os plazca.
IV-Jesús encuentra a su Santísima Madre María acompaña a Jesús en el camino del Calvario sufriendo un verdadero martirio en su alma; porque cuando se ama se quiere compadecer. Hoy en el Corazón Eucarístico de Jesús encuentra en el camino de sus dolores, entre sus enemigos, hijos de su amor, esposas de su Corazón, ministros de sus gracias, que, lejos de consolarle como María, se juntan a sus verdugos para humillarle y blasfemar y renegar de Él. ¡Cuántos renegados y apóstatas abandonan el servicio y el amor de la Eucaristía tan pronto como este servicio requiere un sacrificio o un acto de fe práctica! ¡Oh Jesús mío, quiero seguiros con María, mi madre, por más que os vea humillado, insultado y maltratado, y deseo desagraviaros con mi amor!
V- El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la Cruz. Jesús aparecía cada vez más rendido bajo su peso. Los judíos, que querían que muriese en la cruz, para poner el colmo a sus humillaciones, pidieron a Simón el Cirineo que tomase el madero. Negóse él, y menester fue obligarle para que tomara este instrumento que tan ignominioso le parecía. Mas aceptó al fin y mereció que Jesús le tocara el corazón y lo convirtiera. En su Sacramento Jesús llama a los hombres y casi nadie acude a sus invitaciones. Convídales al banquete eucarístico y se echa mano de pretextos mil para desoír su llamamiento. El alma ingrata e infiel se niega a la gracia de Jesucristo, el don más excelente de su amor; y Jesús se queda solo, abandonado, con las manos llenas de gracias que no se quieren: ¡Se tiene miedo a su amor! En lugar del respeto que le es debido, Jesús no recibe, las más de las veces, más que irreverencias.. Ruborízase uno de encontrarlo en las calles y se huye de Él así que se le divisa. No se atreve uno a darle señales exteriores de la propia fe. ¿Será posible, divino Salvador mío? Demasiado cierto es, no puedo menos de sentir los reproches que me dirige mi conciencia. Sí, he desoído muchas veces vuestro amoroso llamamiento, aferrado como estaba a lo que me agradaba; me he negado cuando tanto me honrabais invitándome a vuestra mesa, movido por vuestro amor. Pésame de lo más hondo de mi corazón. Comprendo que vale mucho más dejarlo todo que omitir por mi culpa una comunión, que es la mayor y más amable de vuestras gracias. Olvidad, buen Salvador mío, mi pasado y acoged y guardad vos mismo mis resoluciones para el porvenir.
VI-Una piadosa Mujer enjuga el Rostro de Jesús El Salvador ya no tiene rostro humano; los verdugos se lo han cubierto de sangre, de lodo y de esputos. El esplendor de Dios se encuentra en tal estado, por lo cubierto de manchas, que no se le puede reconocer. La piadosa Verónica afronta los soldados; bajo las salivas ha reconocido a su salvador y Dios, y movida de compasión enjuga su augusta faz. Jesús la recompensa imprimiendo sus facciones en el lienzo con que ella enjuga su cara adorable. Divino Jesús mío, bien ultrajado, insultado y profanado sois en vuestro adorable Sacramento. Y ¿dónde están las verónicas compasivas que reparen esas abominaciones? ¡Ah! ¡Es para entristecerse y aterrarse que con tanta facilidad se cometan tantos sacrilegios contra el augusto Sacramento! ¡Diríase que Jesucristo no es entre nosotros sino un extranjero que a nadie interesa y hasta merece desprecio! Verdad es que oculta su rostro bajo la nube de especies bien débiles y humildes; pero es para que nuestro amor descubra en ellas por la fe sus divinas facciones. Señor, creo que sois el Cristo, Hijo de Dios vivo, y adoro bajo el velo eucarístico vuestra faz adorable, llena de gloria y de majestad; dignaos, Señor, imprimir vuestras facciones en mi corazón, para que a todas partes lleve conmigo a Jesús, y a Jesús sacramentado.
VII- Jesús Cae por Segunda vez A pesar de la ayuda de Simón, Jesús sucumbe por segunda vez a causa de su debilidad, y esto le depara una ocasión para nuevos sufrimientos. Sus rodillas y manos son desgarradas por estas caídas en camino tan difícil, y los verdugos redoblan de rabia sus malos tratos. ¡Oh, cuán nulo es el socorro del hombre sin el de Jesucristo! ¡Cuántas caídas se prepara el que se apoya en los hombres! ¡Cuántas veces cae por la Comunión hoy el Dios de la Eucaristía, en corazones cobardes y tibios, que le reciben sin preparación, le guardan sin piedad y le dejan marcharse sin un acto de amor y de agradecimiento! Por nuestra tibieza es Jesús estéril en nosotros. ¿Quién se atrevería a recibir a un grande de la tierra con tan poco cuidado como se recibe todos los días al Rey del Cielo? Divino Salvador mío, ofrézcoos un acto de desagravio por todas las comuniones hechas con tibieza y sin devoción. ¡Cuántas veces habéis venido a mi pecho! ¡Gracias por ello! ¡Quiero seros fiel en adelante! ¡Dadme vuestro amor, que él me basta!
VIII-Jesús consuela a las afligidas mujeres piadosas Consolar a los afligidos y perseguidos era la misión del Salvador en los días de su vida mortal, misión a la que quiere ser fiel en el momento mismo de sus mayores sufrimientos. Olvidándose de sí, enjuga las lágrimas de las piadosas mujeres que lloraban por sus dolores y por su Pasión, ¡Qué bondad! En su Santísimo Sacramento, Jesús no cuenta con casi nadie que le consuele del abandono de los suyos, de los crímenes de que es objeto. Día y noche se encuentra solo. ¡Ah, si pudieran llorar sus ojos, cuántas lágrimas no derramarían por la ingratitud y el abandono de los suyos! Si su Corazón pudiera sufrir, ¡qué tormentos padecería al verse desdeñado hasta por sus mismos amigos! Y aun siendo esto así, tan pronto como venimos hacia Él, nos acoge con bondad, escucha nuestras quejas y el relato con frecuencia bien largo y harto egoísta de nuestras miserias, y olvidándose de sí nos consuela y reanima. ¿Por qué habré yo, Divino Salvador mío, recurrido a los hombres para hallar consuelo, en lugar de dirigirme a Vos? Ya veo que esto hiere a vuestro corazón, celoso del mío. Sen en la Eucaristía mi único consuelo, mi único confidente: con una palabra, con una mirada de vuestra bondad me basta. ¡Ameos yo de todo corazón y haced lo que os plazca!
IX-Jesús cae por Tercera vez ¡Cuántos sufrimientos en esta tercera caída! Jesús cae abrumado bajo el peso de la cruz y apenas si a fuerza de malos tratos logran los verdugos levantarle. Jesús cae por tercera vez antes de ser levantado en cruz como para atestiguar que le pesa el no poder dar la vuelta al mundo cargado con su cruz. Jesús vendrá a mí por última vez en viático antes de que salga también yo de este valle de destierro. ¡Ah, Señor, concededme esta gracia, la más preciosa de todas y complemento de cuantas he recibido en mi vida! ¡Pero que reciba bien esta última comunión, tan llena de amor! ¡Qué caída más espantosa la de Jesús, que entra por última vez en el corazón de un moribundo, que a todos sus pecados pasados añade el crimen de sacrilegio y recibe indignamente al mismo que ha de juzgarle, profanando así el viático de su salvación! ¡En qué estado más doloroso no se ha de ver Jesús en un corazón que le detesta, en un espíritu que le desprecia, en un cuerpo de pecado entregado al demonio! ¡Es el infierno de Jesús en tierra! ¿Y cuál será el juicio de esos desdichados? Sólo pensarlo causa temblor. ¡Perdón, Señor, perdón por ellos! Os ruego por todos los moribundos. Concededles la gracia de morir en vuestros brazos después de haberos recibido bien en viático.
X- Jesús es Despojado de sus Vestiduras Cuánto no debió sufrir en este cruel e inhumano despojamiento! ¡Arráncasele los vestidos pegados a las llagas, las cuales vuelven a abrirse y desgarrarse! ¡Cuánto no debió sufrir en su modestia viéndose tratado como se tendría vergüenza de tratar a un miserable y a un esclavo, que al menos muere en el sudario en el que ha de ser sepultado! Jesús es despojado aún hoy de sus vestiduras en el estado sacramental. No contentándose con verle despojado, por amor hacia nosotros, de la gloria de su divinidad y de la hermosura de su humanidad, sus enemigos le despojan del honor del culto, saquean sus iglesias, profanan los vasos sagrados y los sagrarios, le echan por tierra. Es puesto a merced del sacrilegio, Él, rey y Salvador de los hombres, como en el día de la crucifixión. Lo que Jesús se propone al dejarse despojar en la Eucaristía es reducirnos a nosotros al estado de pobres voluntarios, que no tienen apego a nada, y así revestirnos de su vida y virtudes. ¡Oh Jesús sacramentado, sed mi único bien!
XI- Jesús es Clavado en la Cruz ¡Qué tormentos los que sufrió Jesús cuando le crucificaron! Sin un milagro de su poder no le hubiera sido posible soportarlos sin morir. Con todo, en el calvario Jesús es clavado a un madero inocente y puro, mientras que en una comunión indigna el pecador crucifica a Jesús en su cuerpo de pecado, cual si se atara un cuerpo vivo a un cadáver en descomposición. En el calvario fue crucificado por enemigos declarados, mientras que aquí son sus propios hijos los que le crucifican con la hipocresía de su falsa devoción. En el calvario solo una vez fue crucificado, mientras aquí lo es todos los días y por millares de cristianos. ¡Oh divino Salvador mío, os pido perdón por la inmortificación de mis sentidos, que ha costado expiación tan cruel! Por vuestra Eucaristía, queréis crucificar mi naturaleza e inmolar al hombre viejo, uniéndome a vuestra vida crucificada y resucitada. Haced, Señor, que me entregue a vos del todo, sin condición ni reserva.
XII-Jesús Expira en la Cruz Jesús muere para rescatarnos; la última gracia es el perdón concedido a los verdugos; el último don de su amor, su divina Madre; la sed de sufrir, su último deseo; y el abandono de su alma y de su vida en manos de su Padre, el último acto. En la Sagrada Eucaristía continúa el amor que nos mostró Jesús al morir; todas las mañanas se inmola en el santo sacrificio y va los que le reciben a perder su existencia sacramental. Muere en el corazón del pecador para su condenación. Desde la Sagrada Hostia me ofrece las gracias de mi redención y el precio de mi salvación. Pero para poderlas recibir, muera yo junto a Él y para Él, según es su voluntad. Dadme, Dios mío, la gracia de morir al pecado y a mí mismo, gracia de no vivir más que para amaros en vuestra Eucaristía.
XIII-Jesús es entregado a su Madre Jesús es bajado de la cruz y entregado a su divina Madre, quien le recibe entre sus brazos y contra su corazón, ofreciéndolo a Dios como víctima de nuestra salvación. A nosotros nos toca ahora ofrecer a Jesús como víctima en el altar y en nuestros corazones para nosotros y para los nuestros. Nuestro es, pues Dios Padre nos le ha dado y El mismo se nos da también para que hagamos uso de Él. ¡Qué desdicha el que este precio infinito quede infructuoso entre nuestras manos, a causa de nuestra indiferencia! Ofrezcámoslo en unión con María y pidamos a esta buena Madre que lo ofrezca por nosotros.
XIV- Jesús es depositado en el Sepulcro
Jesús quiere sufrir la humillación del sepulcro; es abandonado a la guarda de sus enemigos, haciéndose prisionero suyo. Mas en la Eucaristía aparece Jesús sepultado con toda verdad, y, en lugar de tres días, queda siempre, invitándonos a nosotros a que le hagamos guardia; es nuestro prisionero de amor. Los corporales le envuelven como un sudario; arde la lámpara delante de su altar lo mismo que delante de las tumbas; en torno suyo, reina silencio de muerte. Al venir a nuestro corazón por la comunión, Jesús quiere sepultarse en nosotros; preparémosle un sepulcro honroso, nuevo, blanco, que no esté ocupado por afectos terrenales; embalsamémosle con el perfume de nuestras virtudes. Vengamos, por todos los que no vienen, a honrarle, adorarle en su sagrario, consolarle en su prisión, y pidámosle la gracia del recogimiento y de la muerte al mundo, para llevar una vida oculta en la Eucaristía.

                                                          VOLVER A VIA CRUCIS

Meditaciones de Karol Wojtyla


Este vía crucis fue escrito por Juan Pablo II en 1976, cuando era Cardenal Arzobispo de Cracovia, en ocasión de los ejercicios espirituales que predicó a Pablo VI y a la Curia Romana en el Vaticano. Las ilustraciones pertenecen a la artista suiza Bradi Barth (1922-2007)

ORACIÓN PREPARATORIA

En unión con María, la Madre de los Dolores, vamos, oh Jesús, a recorrer la vía dolorosa que Tú anduviste antes de consumar nuestra Redención en el Calvario. Haz que la meditación de los principales misterios de tu sagrada Pasión nos llene el corazón de dolor de nuestros pecados y de agradecimiento por el entrañable amor que nos demostraste.


I- JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

La sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la multitud. La condena a muerte por crucifixión debería de haber satisfecho sus pasiones y ser la repuesta al grito: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Mc 15-13’14, ect.). El pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia lavándose las manos, como se había desentendido antes de las palabras de Cristo cuando éste identificó su reino con la verdad, con el testimonio de la verdad (Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la independencia, mantenerse en cierto modo “al margen”. Pero eran sólo apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19, 16), así como su verdad del reino (Jn 18, 36-37), debía de afectar profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y es una Realeza, frente a la cual no se puede permanecer indiferente o mantenerse al margen.

El hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que por esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el principio del testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3,16).

También nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos es lícito lavarnos las manos.

II- JESÚS CARGA CON LA CRUZ

Empieza la ejecución, es decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a muerte, deber cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir la misma pena: “Fue contado entre los pecadores” (Is 53, 12). Cristo se acerca a la cruz con el cuerpo entero terriblemente magullado y desgarrado, con la sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas. Ecce Homo! (Jn 19, 5).
En Él se encierra toda la verdad del Hijo del hombre predicha por los profetas, la verdad sobre el siervo de Yahvé anunciada por Isaías: “Fue traspasado por nuestra iniquidades... y en sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 5). Está también presente en Él una cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de lo que el hombre ha hecho con su Dios. Dice Pilato: “Ecce Homo” (Jn 19, 5): “¡Mirad lo que habéis hecho de este hombre!” En esta afirmación parece oírse otra voz, como queriendo decir: “Mirad lo que habéis hecho en este hombre con vuestro Dios!”.

Resulta conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que escuchamos a través de la historia con lo que nos llega mediante el conocimiento de la fe. Ecce Homo!

Jesús, “el llamado Mesías” (Mt 27, 17), carga la cruz sobre sus espaldas (Jn 19, 17). Ha empezado la ejecución.

III-JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ

Jesús cae bajo la cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre al poder de los ángeles. “¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26, 53). No lo pide. Habiendo aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14, 36, etc.), quiere beberlo hasta las heces.

Esto es lo que quiere. Y por esto no piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer de ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían visto cuado dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Y, sin embargo, “Nosotros esperábamos”, dirán unos días después los discípulos de Emaús (Lc 24, 21). “Si eres el Hijo de Dios...” (Mt 27, 40), le provocarán los miembros del Sanedrín. “A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse” (Mc 15, 31; Mt 27, 42), gritará la gente.

Y él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el sentido de su misión, de los sermones pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas estas palabras, decide no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos detalles a esta afirmación: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (cf. Mc 14, 36).

Dios salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la Cruz.

IV-JESÚS SE ENCUENTRA CON SU SANTÍSIMA MADRE
La Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es su cruz, la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo capta su corazón: “...y una espada atravesará tu alma” (Lc 2, 35). Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este momento.

Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible espada, hacia el calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!

“¡Oh tú que has padecido junto con Él”, repiten los fieles, íntimamente convencidos de que así justamente debe expresarse el misterio de este sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este sufrimiento se expresa con la palabra “compasión”. También ella pertenece al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del Hijo.

V- EL CIRENEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ
Simón de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15, 21; Lc 23, 26), no la quería llevar ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien, a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude.
Le han llamado a él, a Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de Marcos (Mc 15, 21). Le han llamado, le han obligado.

¿Cuánto duró esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando nuestras de que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, son su condena? ¿Cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y ese Hombre que sufría? “Estaba desnudo, tuve sed, estaba preso” (cf. Mt 25, 35-36), llevaba la cruz... ¿La llevaste conmigo?... ¿La has llevado conmigo verdaderamente hasta el final? No sabe.

San Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a San Pedro (cf. Rom 16, 13).

VI- LA VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS
La tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque lo cierto es que –aunque, como mujer, no cargara físicamente con la cruz y no se la obligara a ello- llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón: limpiándole el rostro.

Este detalle, referido por la tradición parece fácil de explicar: en el lienzo con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y perfiles. Pero el sentido de este hecho puede ser interpretado también de otro modo, si se considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que preguntarán: “Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?” Y Jesús responderá: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo del la Verónica.

VII- JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
“Yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo” (Sal 22, 7): las palabras del Salmista-profeta encuentran su plena realización en estas estrechas, arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas que preceden a la Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se verifican las palabras del Salmista, aunque nadie piense en ellas.

No paran mientes en ellas ciertamente todos cuantos dan pruebas de desprecio, para los cuales este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez abajo la cruz se ha hecho objeto de escarnio.

Y Él lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por el esfuerzo. Cae por voluntad del padre, voluntad expresada asimismo en las palabras del Profeta. Cae por voluntad, porque “¿cómo se cumplirían, si no, las Escrituras?” (Mt 26, 54): “Soy un gusano y no un hombre” (Sal 22, 7); por tanto ni siquiera “Ecce Homo” (Jn 19, 5); menos aún, peor todavía.

El Gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de las criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el gusano, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre.

VIII-JESÚS ENCUENTRA A LAS SANTAS MUJERES QUE LLORAN POR EL
Es la llamada al arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: "No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos" (Lc 23, 28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia.

Esto es justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la cruz, que desde siempre «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2, 25) y siempre lo conoce. Por esto Él debe ser en todo momento el más cercano testigo de nuestros actos y de los juicios que sobre ellos hacemos en nuestra conciencia. Quizá nos haga comprender incluso que estos juicios deben ser ponderados, razonables, objetivos –dice: "No lloréis"–; pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto esta verdad contiene: nos lo advierte porque es El el que lleva la cruz.
Señor, ¡dame saber vivir y andar en la verdad!
IX-JESÚS CAE POR TERCERA VEZ

“Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Cada estación de esta Vía es una piedra miliar de esa obediencia y ese anonadamiento.

Captamos el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del Profeta: “Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53, 6).

Comprendemos el grado de este anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la tercera, bajo la cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre el polvo del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra humillaciones y ultrajes...

¿Quién es el que cae? ¿Quién es Jesucristo? “Quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8).


X-JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS Y LE DAN A BEBER HIEL Y VINAGRE

Cuando Jesús, despojado de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15, 24, etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él una llaga (cf. Is 52 ,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1, 23; Lc 1, 26-38). El Hijo de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista:

“No te complaces tú en el sacrificio y la ofrenda... pero me has preparado un cuerpo” (Sal 40, 8-7; Heb 10, 5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el amor al Padre: “Entonces dije: '¡Heme aquí que vengo!'... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Sal 40, 9; Heb 10, 7). “Yo hago siempre lo que es de su agrado” (Jn 8, 29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad profanada.

El cuerpo del hombre es profanado de varias maneras.

En esta estación debemos pensar en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en sus ojos, entre sus manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración plena.

XI-JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ
“Han taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos” (Sal 22, 17-18). “Puedo contar...”: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este cuerpo es un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los pies y cada hueso. Todo el Hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos, sistema nervioso, cada órgano, cada célula, todo en máxima tensión.

“Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí” (Jn 12, 32). Palabras que expresan la plena realidad de la crucifixión. Forma parte de ésta también la terrible tensión que penetra las manos, los pies y todos los huesos: terrible tensión del cuerpo entero que, clavado como un objeto a los maderos de la cruz, va a ser aniquilado hasta el fin, en las convulsiones de la muerte. Y en la misma realidad de la crucifixión entra todo el mundo que Jesús quiere atraer a Sí (cf. Jn 12, 32). El mundo está sometido a la gravitación del cuerpo, que tiende por inercia hacia lo bajo.

Precisamente en esta gravitación estriba la pasión del Crucificado. “Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba” (Jn 8, 23). Sus palabras desde la cruz son: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
XII-JESÚS MUERE EN LA CRUZ
Jesús clavado en la cruz, inmovilizado en esta terrible posición, invoca al Padre (cf. Mc 15, 34; Mt 27, 46; Lc 23, 46). Todas las invocaciones atestiguan que El es uno con el Padre. “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30); “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9); “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17).
He aquí el más alto, el más sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en unión, en la más profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama sabachtani?: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Este obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del madero perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos a lo largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede pensar que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.

He aquí el hombre. He aquí a Dios mismo. “En El... vivimos y nos movemos y existimos” (Act 17, 28). En El: en estos brazos extendidos a lo largo del madero transversal de la cruz.

XIII-JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y COLOCADO EN BRAZOS DE SU SANTÍSIMA MADRE
En el momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en brazos de la Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió el saludo del ángel Gabriel: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús... Y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33). María sólo dijo: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), como si desde el principio hubiera querido expresar cuanto estaba viviendo en este momento.
En el misterio de la Redención se entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios mismo, y «el pago» del corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con un Don de lo alto (Sant 1, 17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate del Hijo de Dios (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; Act 20, 28). Y María, que fue más enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su corazón.

A este misterio está unida la maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la presentación de Jesús en el templo: “Una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 35).

También esto se cumple. ¡Cuántos corazones humanos se abren ante el corazón de esta Madre que tanto ha pagado!

Y Jesús está de nuevo todo él en sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén (cf. Lc 2, 16), durante la huida a Egipto (cf. Mt 2, 14), en Nazaret (cf. Lc 2, 39-40).


XIV-EL ENTIERRO DE JESÚS
Desde el momento en que el hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol de la vida (cf. Gén 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas.

En las cercanías del Calvario había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf. Mt 27, 60). En este sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15, 42-46, etc.). Lo depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta de Pascua (cf. Jn 19, 31), que empezaba en el crepúsculo

Entre todas las tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O mors! ero mors tua!: “Muerte, ¡yo seré tu muerte!” (1 antif. Laudes del Sábado santo). El árbol de la Vida, del que el hombre fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. “Si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn 6, 51).

Aunque se multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gén 3, 19), todos los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de la Resurrección.

Oración Final
Señor Dios, por todas estas amargas penas que viviste para la salvación de todos los hombres y que yo, aunque indigno pecador, he meditado siguiendo el camino de la Cruz, te pido me concedas ser llevado a la gloria de la resurrección, tu que vives y reinas con Dios Padre, en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.