Con este blog nos proponemos difundir la devoción a la práctica del Via Crucis, recopilando meditaciones a las Estaciones. En la barra lateral derecha, bajo el título "Contenido del Blog", se encontrarán los enlaces a dichas meditaciones.
Coliseo 2004
Meditaciones redactadas por el monje cisterciense belga André Louf.
I Jesús en el Huerto de
los Olivos
Llegado al umbral de su Pascua, Jesús está
en presencia del Padre. ¿Cómo habría podido ser de otra manera, dado que su
diálogo secreto de amor con el Padre nunca se había interrumpido?
Ha llegado la hora. La hora prevista desde
el principio, anunciada a los discípulos, que no se parece a ninguna otra, que
contiene y las compendia todas justo mientras están a punto de cumplirse en los
brazos del Padre.
Improvisamente, aquella hora da miedo. De
este miedo no se nos oculta nada.
Pero allí, en el culmen de la angustia, Jesús
se refugia en el Padre con la oración. En Getsemaní, aquella tarde, la lucha se
convierte en un cuerpo a cuerpo extenuante, tan áspero que en el rostro de
Jesús el sudor se transforma en sangre.
Y Jesús osa por última vez, ante del
Padre, manifestar la turbación que lo invade: "¡Padre, si quieres, aparta
de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Dos voluntades
se enfrentan por un momento, para confluir luego en un abandono de amor ya
anunciado por Jesús: "Es necesario que el mundo comprenda que amo al
Padre, y que lo que el Padre me manda, yo lo hago".
Jesús, hermano
nuestro,
que para abrir a
todos los hombres el camino de la Pascua
has querido
experimentar la tentación y el miedo,
enséñanos a
refugiarnos en ti,
y a repetir tus
palabras de abandono y entrega a la voluntad del Padre,
que en Getsemaní
han alcanzado la salvación del universo.
Haz que el mundo
conozca a través de tus discípulos
el poder de tu
amor sin límites,
del amor que
consiste en dar la vida por los amigos.
Jesús, en el
Huerto de los Olivos, solo, ante el Padre,
has renovado la
entrega a su voluntad.
Desde la primera vez que se le menciona, Judas
es indicado como "el mismo que le entregó”. El trágico apelativo de
"traidor" quedaría unido para siempre a su recuerdo. ¿Cómo pudo
llegar a tanto uno que Jesús había elegido para que lo siguiera de cerca? Judas,
¿se dejó arrastrar por un amor frustrado a Jesús, que se volvió en sospecha y
resentimiento? Así lo haría pensar el beso, gesto que habla de amor, pero que
se convirtió el gesto de entrega de Jesús a los soldados. ¿O fue quizás víctima
de la desilusión ante un Mesías que huía del papel político de liberador de
Israel del dominio extranjero?
Judas no tardaría en percatarse que su
sutil chantaje terminaba en un desastre. Porque no había deseado la muerte del
Mesías, sino sólo que se recobrase y asumiese una actitud decidida.
Y entonces: vano arrepentimiento de su
gesto, de rechazo al sueldo de la traición cediendo a la desesperación. Cuándo
Jesús habla de Judas como "hijo de la perdición", se limita a
recordar que así se cumplía la Escritura. Un misterio de iniquidad que nos
sobrepasa, pero que no puede superar el misterio de la misericordia.
Jesús, amigo de
los hombres,
tú has venido a la
tierra y has tomado nuestra carne,
para ofrecer tu
solidaridad
a tus hermanos de
la humanidad.
Jesús dulce y
humilde de corazón,
tú das alivio a
cuantos sufren bajo el peso de sus cargas.
Sin embargo, el
ofrecimiento de tu amor
ha sido a menudo
rechazado.
Incluso entre los
que te acogieron
ha habido quien te
ha renegado,
quien ha
traicionado el compromiso adquirido.
Pero tú no has
dejado nunca de amarlos,
hasta el punto de
dejar a todo los demás para ir en su busca,
con la esperanza
de hacerlos volver contigo,
cargándolos sobre
tus hombros
o apoyados en tu
pecho.
Encomendamos a tu
infinita misericordia,
a tus hijos,
asechados por el desaliento o la desesperación.
Concédeles
encontrar refugio en ti,
y no desesperar
nunca de tu misericordia.
Jesús, tú sigues
amando a quien rechaza tu amor
e incansablemente
buscas a quien te traiciona y abandona.
Jesús está sólo ante el sanedrín. Los
discípulos han huido. Desorientados por la detención a la que alguno trató de
reaccionar con la violencia. Huido también quien poco antes había exclamado: "¡Vayamos
también nosotros a morir con él!" El miedo los ha vencido. La brutalidad
del acontecimiento ha prevalecido sobre su frágil propósito. Han cedido, arrastrados
por la corriente de la vileza. Dejan que Jesús afronte, solo, su suerte. Sin
embargo, formaban del círculo de sus íntimos, Jesús los había llamado sus
amigos. Alrededor de él ahora queda sólo una muchedumbre hostil, concorde en
desear su muerte. Ya otras veces se había cernido la muerte sobre Jesús, cuando
aludía a su origen divino. Ya otras veces, quien lo escuchaba había intentado
apedrearlo. "No por ninguna obra buena -afirmaban-, sino por la blasfemia,
porque tú, que eres hombre, te haces Dios".
Ahora el sumo sacerdote le apremia a
declarar ante a todos si es o no Hijo de Dios. Jesús no rehúsa: lo confirma con
la misma gravedad. Firma así la propia condena a muerte.
Jesús, testigo
fiel
ante la muerte has
confesado serenamente tu identidad divina
y has anunciado tu
vuelta gloriosa al final de los tiempos
para llevar a
término la obra que el Padre te confió.
Confiamos nuestras
dudas a tu misericordia,
el continuo vaivén
entre los impulsos de generosidad
y los momentos de
desidia, en los cuales dejamos
que "la
preocupación del mundo y el engaño de la riqueza"
ahoguen la chispa que
tu mirada o tu Palabra
han hecho brotar en
nuestros corazones endurecidos.
Anima a los que
han iniciado el camino del seguimiento,
para que no se
asusten ante las dificultades
y las renuncias
que se prevén.
Recuérdales que tú
eres manso y humilde de corazón
y que tu yugo es
suave y tu carga ligera.
Concédeles
experimentar el alivio que sólo tú puedes dar.
Jesús, sereno ante
la muerte inminente,
sólo justo ante el
injusto Sanedrín.
De los discípulos que habían huido,
regresan dos, siguiendo a distancia a los soldados y a su prisionero. Movido
por una especie de curiosidad, quizás por no darse cuenta del riesgo.
Pedro no tarda en ser reconocido: lo delata
el acento galileo y el testimonio de quién lo ha visto desenvainar la espada en
el huerto de los Olivos.
Pedro se refugia en la mentira: niega
todo. No se percata de que así reniega de su Señor, desmiente sus ardientes
declaraciones de fidelidad absoluta. No entiende que así niega también su
propia identidad.
Pero un gallo canta, Jesús se vuelve, dirige
su mirada a Pedro y da sentido a aquel canto. Pedro entiende y rompe en
lágrimas. Lágrimas amargas, pero endulzadas por el recuerdo de las palabras de
Jesús: "No he venido para condenar, sino para salvar". Ahora le
reitera aquella mirada de "ternura y piedad", la misma mirada del
Padre "lento a la cólera y grande en el amor", "qué no nos trata
según nuestros pecados, no nos paga conforme a nuestras culpas.
Pedro se sumerge en aquella mirada. En la
mañana de Pascua las lágrimas de Pedro serán lágrimas de alegría.
Jesús, única
esperanza de los que, débiles y heridos, caen;
tú sabes lo que
hay en cada hombre.
Nuestra debilidad
aumenta tu amor
y suscita tu
perdón.
Haz qué, a la luz
de tu misericordia,
reconozcamos
nuestros pasos desviados
y, salvados por tu
amor,
proclamemos las
maravillas de tu gracia.
Concede a cuantos
tienen autoridad sobre los hermanos
de jactarse no de
haber sido elegidos, sino de sus debilidades
por las cuales
habita en ellos tu poder.
Jesús, dirigiendo
su mirada a Pietro,
suscitas lágrimas
amargas de arrepentimiento,
ríos de paz de
nuevo bautismo.
Un hombre sin culpa alguna está ante
Pilatos. La ley y el derecho lo dejan al arbitrio de un poder totalitario que
busca el consenso de la muchedumbre. En un mundo injusto, el justo acaba siendo
rechazado y condenado. Viva el homicida, muera el que da la vida. Si libere a
Barrabás, el bandolero llamado "hijo del Padre"; se crucifique al que
ha revelado al Padre y es el verdadero Hijo del Padre.
Otros, no Jesús, son los hostigadores del
pueblo. Otros, no Jesús, han hecho lo que está mal a los ojos de Dios. Pero el
poder teme por su propia autoridad, renuncia a la autoridad que le viene de
hacer lo que es justo, y abdica.
Pilatos, la autoridad que tiene poder de
vida y muerte, Pilatos, que no titubeó en ahogar en la sangre los focos de la
revuelta. Pilatos, que gobernaba con puño de hierro aquella oscura provincia
del imperio, soñando poderes más vastos, abdica, entrega a un inocente, y con
ello la propia autoridad, a una muchedumbre vociferante.
El que en el silencio se entregó a la
voluntad del Padre es de este modo abandonado a la voluntad de quien grita más
fuerte.
Jesús, cordero
inocente llevado al matadero
para quitar el
pecado del mundo,
dirige tu mirada
de ternura a todos los inocentes perseguidos,
a los prisioneros
que gimen en cárceles infames,
a las víctimas del
amor por los oprimidos y por la justicia,
a cuantos no entrevén
el fin de una larga pena injusta.
Tu presencia
íntimamente percibida ablande su amargura
y disipe las
tinieblas de la prisión.
Haz que nunca nos
resignemos a ver encadenada
la libertad que le
has concedido a cada hombre,
creado a tu imagen
y semejanza.
Jesús, rey manso
de un reino de justicia y de paz,
resplandece
revestido de un manto de púrpura:
tu sangre
derramada por amor.
A la condena inicua se añade el ultraje de
la flagelación. Entregado en manos de los hombres, el cuerpo de Jesús es
desfigurado. Aquel cuerpo nacido de la Virgen María, qué hizo de Jesús el más
bello de los hijos de Adán, ahora es golpeado cruelmente por el látigo.
El rostro transfigurado en el Tabor es
desfigurado en el pretorio: rostro de quién, insultado, no responde; de quién,
golpeado, perdona; de quién, hecho esclavo sin nombre, libera a cuantos sufren
la esclavitud.
Jesús camina decididamente por la vía del
dolor, cumpliendo en carne viva, hecha viva voz, la profecía de Isaías: "Ofrecí
la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No
oculté el rostro a insultos y salivazos". Profecía que se abre a un futuro
de transfiguración.
Jesús, reflejo de
la gloria del Padre, impronta de su ser:
has aceptado ser
reducido a un pedazo de hombre,
un condenado al
suplicio, que mueve a piedad.
Tú llevaste
nuestros sufrimientos,
cargaste con
nuestros dolores,
fuiste aplastado
por nuestras iniquidades.
Con tus heridas,
cura las heridas de nuestros pecados.
Concede a los que
son despreciados injustamente o marginados,
a cuantos han sido
desfigurados por la tortura o la enfermedad,
comprender que,
crucificados al mundo contigo y como tú,
llevan a cabo lo
que falta a tu Pasión,
para la salvación
del hombre.
Jesús, pedazo de
humanidad profanada,
en ti se revela el
carácter sagrado del hombre:
arca del amor que
devuelve el mal con el bien.
Fuera. El justo injustamente condenado
tiene que morir fuera: fuera del campamento, fuera de la ciudad santa, fuera de
la sociedad humana.
Los soldados lo desnudan y lo visten: Él
ya no puede disponer tampoco del propio cuerpo. Le cargan sobre los hombros un
palo, trozo pesado del patíbulo, señal de maldición e instrumento de ejecución
capital. Madero de infamia, que pesa, carga extenuante, sobre las espaldas
llagadas de Jesús.
El odio que lo impregna hace insoportable
el peso. Sin embargo, aquel madero de la cruz es rescatado por Jesús, se
convierte en la señal de una vida vivida y ofrecida por amor a los hombres.
Según la tradición, Jesús vacila, por tres
veces caerá bajo aquel peso.
Jesús no ha puesto límites a su amor: habiendo
amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Obediente a la palabra del Padre, Dios
ha amado y ha cumplido su voluntad hasta el extremo.
Jesús, rey de
gloria, coronado de espinas,
encorvado bajo el
peso de la cruz
que las manos del
hombre han preparado para ti,
imprime en
nuestros corazones
la imagen de tu
rostro cubierto de sangre,
para que nos
recuerde que nos has amado
hasta entregarte
tú mismo por nosotros.
Nuestra mirada no
se separe nunca de la señal de nuestra salvación,
levantado sobre el
corazón del mundo,
para que,
contemplándolo y creyendo en ti,
no nos condenemos,
sino que tengamos la vida eterna.
Jesús, sobre tus
espaldas desgarradas pesa el innoble patíbulo:
por tu gracia la
cruz se convierte en collar de piedras preciosas
y el árbol del
Paraíso vuelve a ser árbol de la Vida.
Las primeras estrellas que anuncian el
sábado no brillan todavía en el cielo, pero Simón ya vuelve a casa del trabajo
en el campo. Soldados paganos, que nada saben del descanso del sábado, lo
paran. Ponen sobre sus hombros robustos aquella cruz que otros habían prometido
llevar cada día detrás de Jesús.
Simón no elige: recibe una orden y aún no
sabe que acoge un don. Es característico de los pobres no poder elegir nada, ni
el peso de sus propios sufrimientos. Pero es característico de los pobres
ayudar a otros pobres, y allí hay uno más pobre que Simón: está a punto de ser
privado hasta de la vida.
Ayudar sin hacer preguntas, sin preguntar
por qué: demasiado pesado el peso para el otro, en cambio, mis hombros aún lo
sostienen. Y esto basta.
Vendrá el día en el cual el pobre más
pobre le dirá al compañero: "Ven, bendito de mi Padre, entra en mi
alegría; estaba aplastado por bajo el peso de la cruz y tú me has
levantado".
Jesús, tú has
caminado, decididamente,
por el camino que
lleva a Jerusalén.
Tus sufrimientos
han hecho que seas
guía de los hombres
en el camino de la salvación.
Tú eres nuestro
precursor en el camino de tu Pascua.
Ven en ayuda de
todos los que,
conscientes u
obligados por acontecimientos oscuros,
caminan siguiendo
tus huellas,
tú que has dicho:
Bienaventurados
los que lloran,
porque ellos serán
consolados.
Jesús, aliviado
del peso de la cruz por Simón de Cirene,
para que él,
compañero inconsciente en el camino del dolor,
fuese tu amigo y
huésped en la morada de la gloria eterna.
El cortejo del condenado avanza. Por
escolta: soldados y un puñado de mujeres llorando, mujeres venidas de Galilea a
la ciudad santa con él y los discípulos.
Conocen a aquel hombre. Han escuchado su
palabra de vida, lo aman como maestro y profeta. ¿Esperaban que fuese el
liberador de Israel?
No lo sabemos, pero ahora lloran a aquel
hombre como se llora a una persona querida, como él lloró al amigo Lázaro. Él
las une a su sufrimiento, una nueva luz ilumina su dolor. La voz de Jesús habla
de juicio, pero llama a la conversión; anuncia dolores, pero dolores de parturienta.
El madero verde recobrará la vida y el leño seco será partícipe de ello.
Jesús, Rey de
gloria, coronado de espinas,
con el rostro
cubierto de sangre y salivazos,
enséñanos a buscar
incesantemente tu rostro
para que su luz
ilumine nuestro camino;
enséñanos a
vislumbrarlo bajo el semblante del hombre
marcado por la
enfermedad,
derribado por el
desaliento,
envilecido por la
injusticia.
Haz que en
nuestros ojos se impriman
los rasgos de tu
rostro amado;
del que los más
pequeños de tus hermanos
son un reflejo
luminoso,
sacramento de tu
presencia entre nosotros.
Jesús, acompañado
al monte de la Calavera
por un cortejo de
mujeres en llanto:
ellas han conocido
tu rostro de luz, tu palabra de gracia.
Una colina fuera de la ciudad, un abismo
de dolor y humillación. Levantado entre cielo y tierra está un hombre: clavado
en la cruz, suplicio reservado a los malditos de Dios y de los hombres. Junto a
él otros condenados que no son dignos ya del nombre de hombre. Sin embargo,
Jesús, que siente que su espíritu lo abandona, no abandona a los otros hombres,
extiende los brazos para acoger a todos, al que nadie quiere ya acoger.
Desfigurado por el dolor, marcado por los
ultrajes, el rostro de aquel hombre le habla al hombre de otra justicia.
Derrotado, burlado, denigrado, aquel condenado devuelve la dignidad a todo
hombre: a tanto dolor puede llevar el amor, de tanto amor viene el rescate de
todo dolor. Verdaderamente aquel hombre era justo.
Jesús, de entre tu
pueblo,
sólo un pequeño
rebaño,
al cual el Padre
se ha complacido en dar su Reino,
te ha reconocido
como Dios y Salvador,
pero tu Espíritu
muy pronto hará de ellos testigos
en Jerusalén, en
toda Judea y Samaria
y hasta los
confines de la tierra.
Concede a los que
anuncian tu Palabra en el mundo entero,
la audacia y la
libertad gloriosa,
gracias a las
cuales tu Espíritu irrumpe con la fuerza de la Pascua
y el lenguaje de
la cruz, escándalo a los ojos del mundo,
se convierte en
sabiduría para los que creen.
Jesús, tu muerte,
oblación pura para que todos tengan la vida,
ha revelado tu
identidad de Hijo de Dios e Hijo del hombre.
El lugar de la Calavera, sepulcro de Adán,
el primer hombre, patíbulo de Jesús, el hombre nuevo. El madero de la cruz, instrumento
de muerte ostentada, arca de perdón concedido.
Junto a Jesús, que pasó entre la gente
haciendo el bien, dos hombres condenados por haber hecho el mal. Otros dos
habían pedido estar uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús, se habían
declarado también dispuestos a recibir el mismo bautismo, a beber el mismo
cáliz.
Pero ahora no están aquí, otros les han precedido
en el monte Calvario. Uno de ellos invoca a un Mesías que se salve a sí mismo y
a los dos, allí y enseguida, el otro se dirige a Jesús, para que se acuerde de
él cuando entre en su Reino.
Quien comparte los escarnios de la muchedumbre
no recibe respuesta, quien reconoce la inocencia de un condenado a muerte consigue
una inmediata promesa de vida.
Jesús, amigo de
los pecadores y publicanos,
tú has venido para
salvar no a los justos sino a los pecadores
y has querido
darnos la prueba de tu amor tan grande
y de la abundancia
de tu misericordia,
aceptando morir
por nosotros mientras éramos aún pecadores.
Vuelve tu mirada
de bondad sobre nosotros,
y, después de que
hayamos gustado la
amargura
purificadora de la humillación,
acógenos en tus
brazos, llenos de misericordia paterna,
y transforma, con
tu perdón,
el barro del
pecado en traje de gloria.
Jesús, proclamado
inocente por un malhechor, compañero de pena:
para ti y para tu
compañero ha llegado la hora de entrar en el Reino.
Alrededor de la cruz, gritos de odio, a
los pies de la cruz, presencias de amor.
Está allí, firme, la madre de Jesús. Con
ella otras mujeres, unidas en el amor alrededor del moribundo. Cerca, el
discípulo amado, no otros. Sólo el amor ha sabido superar todos los obstáculos,
sólo el amor ha perseverado hasta al final, sólo el amor engendra otro amor.
Y allí, a los pies de la cruz, nace una
nueva comunidad, allí, en el lugar de la muerte, surge un nuevo espacio de
vida: María acoge al discípulo como hijo, el discípulo amado acoge a María como
madre, tesoro inalienable del cual se hizo custodio.
Sólo el amor puede custodiar el amor, sólo
el amor es más fuerte que la muerte.
Jesús, Hijo
predilecto del Padre,
a los sufrimientos
padecidos en la cruz
se añade el de ver
junto a ti a tu Madre quebrantada por el dolor.
Te confiamos la
desolación y el retorno
de los padres
deprimidos ante los sufrimientos o la muerte de un hijo;
te confiamos el
desaliento de tantos huérfanos,
de hijos
abandonados o dejados solos.
Tú estás presente
en sus sufrimientos
como lo estuviste
en la cruz, junto a la Virgen María.
Que venga el día
del encuentro,
en el cual será
enjugada toda lágrima,
y habrá alegría
sin fin.
Jesús, moribundo
en la cruz confías la Madre al discípulo amado,
el Apóstol virgen
a la Virgen pura que te llevó en su seno.
Después de la agonía de Getsemaní, Jesús,
en la cruz, se halla de nuevo ante el Padre. En el culmen de un sufrimiento
indecible, Jesús se dirige a él, y le ruega. Su oración es ante todo invocación
de misericordia para los verdugos. Luego, aplicación a sí mismo de la palabra
profética de los salmos: manifestación de un sentido de abandono desgarrador, qué
llega en el momento crucial, en el cual se experimenta con todo el ser a que
desesperación lleva el pecado que separa de Dios. Jesús ha bebido hasta la hez
el cáliz de la amargura. Pero de aquel abismo de sufrimiento surge un grito que
rompe la desolación: "Padre, a tus manos entrego mi espíritu”.
Y el sentido de abandono se cambia en abandono
en los brazos del Padre; la última respiración del moribundo se vuelve grito de
victoria. La humanidad, que se había alejado en un arrebato de autosuficiencia,
es acogida de nuevo por el Padre.
Jesús, hermano
nuestro,
con tu muerte has
vuelto a abrir para nosotros
el camino cerrado
por la culpa de Adán.
Nos has precedido
en el camino
que lleva de la
muerte a la vida.
Te has cargado con
el miedo y los tormentos de la muerte,
cambiándole
radicalmente el sentido:
has cambiado la
desesperación que provocan,
haciendo de la
muerte un encuentro de amor.
Conforta a los que
hoy emprenden tu mismo camino.
Alienta a los que
tratan de alejarse del pensamiento de la muerte.
Y cuando para
nosotros llegue también la hora dramática y bendita,
acógenos en tu
gozo eterno,
no por nuestros
méritos,
sino en virtud de
las maravillas que tu gracia obra en nosotros.
Jesús, expirando
entregas la vida en manos del Padre
y derramas sobre
la Esposa el regalo vivificante del Espíritu.
Primeras luces del sábado. El que era luz
del mundo baja al reino de las tinieblas. El cuerpo de Jesús es tragado por la
tierra, y con él es tragada toda esperanza. Pero su descendimiento al lugar de
los muertos no es para la muerte sino para la vida. Es para reducir a la
impotencia al que detentaba el poder sobre la muerte, el diablo; para destruir
al último adversario del hombre, la muerte misma; para hacer resplandecer la
vida y la inmortalidad; para anunciar la buena nueva a los espíritus
prisioneros.
Jesús se humilla hasta alcanzar a la
primera pareja humana, Adán y Eva, aplastados bajo el peso de su culpa. Jesús
les tiende la mano, y su rostro se ilumina con la gloria de la resurrección. El
primer Adán y el Último se parecen y se reconocen; el primero halla la propia
imagen en aquél que un día debía venir a liberarlo junto con todos los demás
hijos. Aquel Día ha llegado finalmente. Ahora en Jesús, cada muerte puede,
desde aquel momento, desembocar en la vida.
Jesús, Señor rico
en misericordia,
te has hecho
hombre para ser nuestro hermano,
y, con tu muerte
vencer la muerte.
Has descendido a
los infiernos para liberar a la humanidad,
para hacernos
revivir contigo,
resucitados
llamados a sentarnos en los cielos junto a ti.
Buen pastor que
nos conduces a aguas tranquilas,
tómanos de la mano
cuando atravesemos
las sombras de la muerte,
a fin de que
permanezcamos contigo,
para contemplar
eternamente tu gloria.
Jesús, envuelto en
una sábana y colocado en la tumba,
esperas que,
rodada la piedra,
se rompa el
silencio de la muerte con el júbilo del aleluya perenne.