El P. Alfredo Sáenz, s.j. es Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de San Anselmo. Reside en Buenos Aires donde despliega una intensa actividad como docente, escritor, conferencista y predicador de ejercicios espirituales. Algunos de sus libros son "El icono, esplendor de los sagrado", "La Cristiandad y su cosmovisión", "Antonio Gramsci y la revolución cultural" y "El pendón y la aureola". Sus conferencias sobre la Iglesia en las encrucijadas de la historia han sido publicadas por Editorial Gladius en varios tomos bajo el nombre "La Nave y las Tempestades", conformando una estupenda Historia de la Iglesia cuya lectura recomendamos calurosamente.
Las imágenes que ilustran este via crucis, corresponden a fotogramas del film "La Pasión", del realizador australiano Mel Gibson.
I Jesús condenado a muerte
Está el inicuo juez sentado en el tribunal, y a sus pies el Hijo de Dios, Juez de vivos y muertos, lleno de confusión, las manos atadas como un facineroso, oyendo la más ignominiosa sentencia. ¡Oh Jesús mío querido! ¡Tú, Autor de la vida, condenado a muerte! ¡Tú, la inocencia y santidad infinitas, condenado a morir en un infame patíbulo, como el más infame de malhechor! Qué amor tan grande tuyo y la ingratitud tan enorme la mía, pues te condeno de nuevo cada día. Y ¿por qué? ¡Por seguir una mala inclinación, por un mezquino interés, por un qué dirán!
Perdóname, Jesús mío, y por esa inicua sentencia, no permitas que sea yo un día condenado a la muerte eterna, que merecían mis pecados.
En el pretorio Jesús con amor,
Acepta la sentencia del Pretor, por ti.
Dolor con Cristo doloroso,
Quebranto con Cristo quebrantado,
Lágrimas, pena interna de tanta pena
Que pasó por mis pecados.
¿Qué he hecho por Cristo?
¿Qué hago por Cristo?
¿Qué he de hacer por Cristo?
II Sale Jesús con la cruz a cuestas
¡Y quieres, inocente Jesús mío, llevar Tú mismo, cual otro Isaac, el instrumento del suplicio! ¡Estás exhausto de fuerzas! ¡Tus espaldas y hombros están doloridos y rasgados por los azotes! ¡La cruz es larga y pesada! Y cuánto no acrecientan todavía su peso mis iniquidades y las de todo el mundo… Sin embargo, la aceptas, y besándola la abrazas y llevas decididamente por mi amor.
Y tú, pecador, ¿aborrecerás la ligera crus que Dios te envía? ¿Querrás tú ir al cielo por los deleites y regalos, yendo allá el inocentísimo Jesús por el dramático camino de la cruz?
Reconozco mi engaño, Salvador mío; envíame penas y tribulaciones, que resuelto estoy a sufrirlas con resignación y alegría, por amor de un Dios que tanto padeció por mí.
Sobre sus hombros se carga la cruz,
Quien del mundo es la más clara luz, por ti.
III Jesús cae la primera vez
No es extraño Jesús mío, que sucumbas rendido al enorme peso de la cruz. Lo que me pasma y sin duda hace llorar hasta los ángeles del cielo es la bárbara fiereza con que te tratan esos sayones inhumanos. Si cae un animal se le tiene compasión, lo ayudan a levantarse. Pero cae el Rey de cielos y tierras, el que sostiene la admirable fábrica del universo, y lejos de moverse a compasión, le insultan con horribles blasfemias, le maltratan y acosan con diabólico furor…
¿Y qué hacías, en qué pensabas entonces, oh Señor? En ti pensaba, pecador, por ti sufría con infinita paciencia y alegría; tú habías merecido los oprobios y tormentos más horribles, y Yo para librarte de ellos he querido pasar por este espantoso suplicio. ¿No estás todavía satisfecho? ¿Quieres aún maltratarme con nuevas ofensas? Aquí me tienes, descarga tú también duros golpes contra Mí. No Jesús mío, no; antes morir que volver a ofenderte.
Cae por tierra rendido el Señor
Mas se yergue con subido ardor, por ti.
IV Jesús encuentra a su madre
¿Qué sentiste, oh angustiada Señora, al ver aquel trágico espectáculo? El pregonero publicando con lúgubre trompeta la sentencia fatal. Una multitud inmensa que se agrupa, profiriendo injurias y blasfemias contra Jesús. Los soldados y sayones en dos filas, y Jesús en medio de dos malhechores. ¿Lo conoces, oh Madre amantísima? ¿Es este tu Hijo bendito? ¿Es ese el más hermoso de los hijos de los hombres, la beldad de los cielos y la alegría de los ángeles? ¿Aquel Hijo de Dios que con tanto regocijo diste a luz en Belén? ¿Dónde están ahora los reyes y pastores que entonces lo adoraban? ¿Qué se han hecho los ángeles del cielo que entonaban entonces himnos de alabanza? ¡Qué cambiado está! Sus ojos inundados de lágrimas y sangre, coronada de espinas su cabeza; todo El hecho una llaga. ¡Oh María, afligida entre todas las mujeres! ¡Oh Jesús! ¡Oh María! Perdonad a este ingrato, a este pecador, causa de tanta amargura.
Jesús con pena a María encontró,
Y la Madre se desvaneció, por ti.
V Jesús ayudado por el Cireneo
Temiendo los judíos no se les muriese Jesús antes de llegar al Calvario, no por aliviarle, sino por el deseo que tienen de crucificarle, buscan quien le ayude a llevar la cruz, y no le encuentran. Había entonces en Jerusalén tantos millares de hombres, y sólo Simon de Cirene acepta este favor, y aun por fuerza.
¿Y así te desamparan, Jesús mío? ¿No fueron cinco mil los hombres que alimentaste con cinco panes y dos peces en el desierto? ¡Y nadie quiere llevar tu cruz! ¡Ni siquiera tus apóstoles, ni Pedro! ¡Y ella, no obstante, nos predica la latitud de tu misericordia, la longitud de tu poder, y la profundidad de tu sabiduría infinita!
Teman, pues, los que eluden la cruz, oyendo a Cristo que dice: El que no carga y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.
Simón ayuda forzado al Señor
De la cruz gustando el gran valor, por ti.
VI Verónica enjuga el rostro de Jesús
¡Qué valor el de esta mujer! Ve aquel rostro divino a quien desean contemplar los ángeles, cubierto de polvo, afeado con saliva, denegrido con sangre; y movida a compasión, se quita la toca, atropella por todo y acercándose al Salvador, le enjuga su rostro desfigurado.
¡Cómo confunde esta mujer fuerte la cobardía de tantos cristianos, que por vano temor de qué dirán, no se atreven a obrar bien! Dichosa Verónica, y ¡cómo premia el Señor tu denuedo, dejando su rostro santísimo estampado en esa afortunada toca!
¿Quieres tú, cristiano, que Dios imprima en tu alma una perfecta imagen de sus virtudes? Pisotea generoso el respeto humano, como la Verónica; haz con fervor, haz a menudo el Via Crucis; y no dude que Jesús grabará en tu alma fiel traslado de sus virtudes.
Tierna Verónica enjuga la Faz
Del omnipotente Rey de paz, por ti.
VII Jesús cae la segunda vez
Cae el Señor segunda vez bajo la cruz; nuevas injurias y golpes, nueva crueldad de parte de los judíos; nuevos dolores y tormentos, nuevos rasgos de amor de parte de Jesús. Parece que el infierno desahoga contra El todo su furor. Más ¿qué hará el Señor? ¿Dejará la empresa comenzada? ¿Hará como nosotros, que a una ligera contradicción abandonamos el camino de la virtud? No: bien podrá decirle: Si eres Hijo de Dios baja de la cruz, deja la cruz; por lo mismo que lo es, allí permanecerá, a ella se aferrará hasta morir.
¿Cuándo, Señor, imitaré tu heroica constancia? No siendo coronado sino el que combatiendo legítimamente perseverare hasta el fin, ¿de qué me servirá abrazar la virtud y llevar la cruz solamente algunos días? Cueste, pues, lo que costare, quiero, con tu divina gracia, amarte y servirte hasta morir.
Vuelve por tierra Jesús a caer
Pecador no vayas a ceder, por ti.
VIII Jesús consuela a las santas mujeres
¡Qué caridad tan ardiente! Olvidando sus atroces dolores, Jesús se acuerda tan sólo de nuestras penas. “Hijas de Jerusalén”, dice a las piadosas mujeres que le seguían llorando, “no lloréis mi suerte; llorad más bien sobre vosotros y sobre vuestros hijos”.
¿Pero puede haber objeto más digno de llanto que la pasión y muerte del Hijo de Dios? Sí cristiano; hay cosa más digna de lágrimas, es el pecado. Pues el pecado es la única causa de la pasión y muerte tan ignominiosa; mal terrible, único mal. ¡Y no obstante, tú pecas con tanta facilidad! ¡Y recaes tan a menudo en el pecado!
Lloran las hijas de Jerusalén,
Preso y condenado nuestro Bien, por ti.
IX Jesús cae la tercera vez
¿Qué es esto, Jesús mío? ¡Tú, “resplandor de la gloria del Padre”, consuelo de los mártires, hermosura y alegría del cielo, Tú, caído en tierra, primera, segunda y tercera vez! ¿No eres Tú la fortaleza de Dios?...
“Hoy formas generosos propósitos, y mañana están ya olvidados; ahora me entregas el corazón, y un instante después ya no suspiras sino entregas el corazón, y un instante después ya no suspirar sino por pasatiempos y liviandades. Yo caigo segunda y tercera vez para expiar tus continuas recaídas, caigo para alzarte a tu de la tibieza; caigo para que, temerario, no te expongas de nuevo al peligro de recaer en pecado; caigo, en fin, para que no caigas tú jamás en el abismo del infierno”.
Gracias, Dios mío, por tan inefable bondad; y por esta tan dolorosa caída, dame tu fuerza, te lo suplico; para que me levante por fin de mi vida de pecado, y camine firme y constante en tu santo servicio.
El Verbo Rey cae por tercera vez
Mira, cristiano, por tierra Juez, por ti.
Cuando te curar una herida, por fina que sea la venda que la envuelve, y por cuidado que tenga la más cariñosa madre, ¡qué dolor no sientes al despegarse la tela de la carne viva! ¿Cuál sería, pues el tormento de Jesús al serle quitada la vestidura? Como había derramado tanta sangre, estaba pegado a su cuerpo llagado; vienen los verdugos y la arrancan con tanta fiereza que llevan tras sí la corona, y hasta pedazos de carne que se le habían pegado... ¿Y en qué pensabas, purísimo Jesús, al verte desnudo delante de tanta muchedumbre? “En ti pensaba, pecador, en los pecados impuros que cometes; por ellos ofrecía Yo al Eterno Padre esta confusión y suplicio tan atroz.
¡Oh inmensa caridad la tuya! ¡Oh negra ingratitud la mía! Nunca más, Señor, renovar esas llagas con mis pecados, Nunca más pecar.
Ya lo desnudan con furia cruel,
Y a beber le dan vinagre y hiel, por ti.
XI Jesús clavado en la cruz
¿Quién de nosotros tendría valor para sufrir que le atravesasen los pies y manos con gruesos clavos? ¿Quién tendría ánimo para ver atormentado a su mayor enemigo? Pues este atroz tormento padece Jesús por nuestro amor. Ya le tienden sobre el lecho de dolor; ya enclavan aquella mano omnipotente que había formado los cielos y la tierra; ya brota un raudal de sangre. Más esto es poco. Encogido el cuerpo con el frío y los tormentos, no llegaban ni las manos ni los pies a los agujeros cordeles, y tiran con inhumana crueldad, desencajando de su lugar aquellos huesos santísimos. ¡Qué dolor! ¡Qué tormento!
Todo lo contempla su Madre amantísima; ningún alivio, ni una gota de agua puede dar a su Hijo; ¿y vive todavía?
¿Y no muero yo de dolor, siendo mis pecados la causa de tanto tormento?
No permitas, Jesús mío, que, sordo a tus inspiraciones divinas, deje yo mi conversión para más adelante.
Contempla, cristiano, a esos dos malhechores crucificados con el Señor. ¡Qué maldades no habría hecho el buen ladrón! Sin embargo, dice a Jesús: “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu Reino”, al instante oye: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¡Qué bondad la de Dios! ¡Cuán pronto, pecador, recobrarías la gracia y amistad divina si quisieses arrepentirte de veras!
Pero si dejas tu conversación para más adelante, tema no te suceda lo que al mal ladrón. ¿Qué hombre tuvo jamás mejor ocasión para convertirse? Dios derramaba su sangre por él; tenía a sus pies a la abogada de los pecadores, María Santísima; a su lado estaba Jesucristo, el Sacerdote más celoso del mundo, para ayudarle a bien morir; oye la exhortación de su compañero, ve la naturaleza estremecida y, sin embargo, muere como ha vivido, continúa blasfemando, y se condena para siempre.
No permitas, Jesús mío, que, sordo a tus inspiraciones divinas, deje yo mi conversión para más adelante.
Después de tres horas de agonizar,
Jesús clama al Padre al expirar, por ti.
XIII Jesús en brazos de su Madre
¿A dónde iré, afligida Madre mía? Tu Hijo ha muerto, y mis pecados son los verdugos que le clavaron en la cruz y le dieron muerte inhumana. Soy yo quien ha apagado la luz de tus ojos, y acabado la alegría de tu corazón. Sí, yo desfiguré ese rostro hermosísimo, yo taladré esos pies y manos que sostienen el firmamento, yo traspasé esa augusta cabeza, y abrí esas llagas, yo descoyunté y despedacé ese inocentísimo cuerpo que tienes en tus brazos. Reo de tan horrendo deicidio ¿a dónde iré? ¿Dónde me ocultaré? Pero por monstruosa que sea mi ingratitud, tú eres mi Madre y yo soy tu hijo. Jesús acaba de traspasar en mí los derechos que tenía tu amor. Me arrojo, pues, en tus brazos, con la más viva confianza. No me desprecies suave refugio de pecadores arrepentidos; mírame con ojos de bondad, ampárame ahora y en el trance de la muerte.
El cuerpo santo, con pena mortal,
Recibe la Madre virginal, por ti.
XIV Jesús puesto en el sepulcro
Contempla cristiano, como José de Arimatea y Nicodemo, postrados a los pies de María piden el objeto de sus caricias, y ungiéndole con preciosos aromas le amortajan y ponen en un nuevo sepulcro de piedra. ¡Cuál no sería el dolor de la Virgen! Sin duda “grande era como el mar su amargura” cuando vio a su hijo ensangrentado, clavado y expirado en un patíbulo infame; pero a menos le veía; tal vez le abrazaba y lavaba con lágrimas. Más ahora, oh angustiadísima Señora, una losa te priva de este último consuelo. ¡Oh sepulcro afortunado! Ya que encierras el adorado cuerpo del Hijo y el purísimo corazón de la Madre, guarda también con esas prendas riquísimas mi pobre corazón. Sea este, Dios mío, el sepulcro donde descanses; sean los puros afectos de mi alma los lienzos que te envuelven y los aromas que te recreen. En fin, muera yo al mundo, a sus pompas, a sus vanidades, para que viviendo según el espíritu de Jesús, resucite y triunfe glorioso con El por siglos infinitos.
Pesada losa el sepulcro cerró,
De María el alma allí quedó, por ti.
Dolor con Cristo doloroso.
Quebranto con Cristo quebrantado,
Lágrimas, pena interna de tanta pena
Que pasó por mis pecados.
¿Qué he hecho por Cristo?
¿Qué hago por Cristo?
¿Qué he de hacer por Cristo?
Oración final
Señor mío Jesucristo, que para redimir al mundo de la esclavitud del demonio, quisiste nacer entre nosotros mortal y pasible, ser circuncidado, reprobado de los judío y entregado por Judas, con ósculo sacrílego, ser presentado ignominiosamente en los tribunales de Anás, Caifás, Pilato y Herodes; ser acusado por testigos falsos, azotado crudelísimamente, coronado de espinas, herido con bofetadas, golpeado con una caña, escupido y cubierto de oprobios, despojados de tus vestidos, crucificado, levantado en una cruz entre dos ladrones, abrevado con hiel y herido con una lanza; por esas tus amargas penas que yo, aunque indigno pecador, voy meditando, y por tu Pasión y Muerte, líbrame del pecado que baste a aquel dichoso ladrón, que fue crucificado contigo, oh Jesús mío, que con el Padre y el Espíritu Santo, vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.