por Ernestina de Champourcin
(Escritora española, 1905-1999)
I Jesús es condenado a muerte
No tengo palabras que decirte... Serían inútiles y me asusta lastimarte de
nuevo. Voy a condenarme yo misma contigo, pues sólo quien acepta la sentencia
que tú sufriste obtendrá la gracia de seguir tus huellas, de morir a sí mismo y
contigo, de resucitar en Ti.
Fuiste condenado a muerte para que aprendiéramos a aceptar nuestro destino.
Enséñanos a seguirte, a no apartarnos un momento de tu senda, a morir poco a
poco a tu lado.
II Jesús es cargado con la Cruz
Sea mi Cruz la que Tú me escogiste. Quiero recibirla de tus manos, que me
darán también fuerza para sostenerla, júbilo para ocultarla y amor para sonreír
bajo su peso, como si llevase en mis hombros un rosal perfumado.
No temo el dolor porque Tú vas delante de mí. Tus pies liman las asperezas
del camino y señalan el atajo por donde Tú pasaste, la ruta inefable que te
condujo a la gloria del Padre y que dejaste abierta para todos. ¡Sea nuestra
Cruz, Señor, la que Tú has dispuesto!
III Primera caída
¿Qué piedra te detiene? ¿Qué obstáculo te hace tropezar a Ti, decidido a
apurar el cáliz hasta la última hez? Caíste abrumado por un peso más grande que
el de esa cruz, un peso agobiante, implacable. Toda la humanidad sobre tus
hombres frágiles, consumiéndolos, despojándolos de su energía.
Y hay un momento en que la tierra áspera es un alivio para tus sienes que
laten descompasadas; un momento en que el polvo, más compasivo que los hombres,
restaña tu sudor y tu sangre.
Aquel suelo agrietado debió de esponjarse dulcemente al recibirte, soñando
ser, para Ti, una mullida y fragante pradera.
IV A María en su encuentro con Jesús
Tu llanto silencioso cae lentamente, apretadamente -grueso rocío nocturno,
sin revolar de pájaros ni temblor de frondas-, lágrima desesperada porque sabe
que se romperá sin remedio sobre unas rocas áridas, y que no va a florecer...
No puedes acunar tu dolor con tus sueños, no con ilusiones. Conoces el fin
hasta su terror último y vas a él, te ofreces a él, vulnerable, desnuda, echando
el apoyo pueril del clamor, del grito, de la compasión ajena. Y entre lágrima y
lágrima tienes los ojos secos, ardientes, encendidos por una llama que te
obliga a mirar, a desgarrarte y sufrir.
Hay quien habla de tus siete dolores. ¿Qué saben ellos? Eres todo el dolor,
la suprema amargura, eres el Amor que sabe compartir, compadecer y callar.
V El cirineo ayuda a Jesús a llevar la Cruz
¿Hay acaso alguna cruz que pueda llevarse a medias? El leño que no pesa, el
que no incrusta sus aristas profundamente en los hombres, el que no lastima el
cuerpo y el alma hasta en las vetas más hondas, no merece el nombre de cruz.
Por eso yo sé muy bien que si aceptaste aquel ademán no fue por Ti, fue sólo
por nosotros. Para ayudarnos dándonos el júbilo inmenso de querer ayudarte...
Y si nos tiendes la cruz no es porque no puedas con ella; es, al contrario,
porque sólo seremos capaces de sostenerla si nos viene de tus manos, si la
recibimos como una prenda inefable de tu amor y del nuestro... Trueque de
cruces. Nupcias tuyas, nuestras, con el dolor.
VI La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Quisiera mirarte en silencio y hora tras hora, incansablemente, absorbiendo
en mí la luz y la realidad de tu rostro. Mirarte sin que nada interrumpa mi
contemplación, ni una idea, ni un sentimiento...
Sin que ninguna imagen que no seas Tú ocupe el paisaje de mi mente.
Enjugarte el dolor sin un solo gesto, con el ansia de mi corazón enamorado,
con la pureza de mi deseo que no se atreve a buscar su expresión para que ni
siquiera un hálito lo empañe...
Grabarte en mí como un espejo para que todo lo que no seas Tú resbale sobre
tu imagen y se desvanezca. Para que sólo Tú quedes victorioso en mí.
VII Segunda caída
Al contemplarte siento que, aunque yo caiga otra vez, mil veces, Tú estarás
a mi lado y que, con tu auxilio, podré levantarme siempre, alzar los ojos a Ti
y, al encontrar los tuyos, bañarme en tus pupilas, dejar en ellas el polvo del
camino, recobrar la antigua pureza, renacer amparada por tu misericordia, por
tu paciencia, acogerme a esa mansedumbre que nos rinde a tus plantas y nos
entrega a ti sin remedio.
VIII Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
¡Que el otoño no siegue nuestras hojas, Señor! Queremos ser, como Tú, leña
verde, fragante, derramando savia. Que el hacha del sufrimiento, al
desgajarnos, se impregne de aromas. Danos a raudales la vida de tu gracia, para
que no escuchemos jamás de tus labios la maldición de la higuera.
¿Y qué fruto puede brotar de nuestras ramas sin tu ayuda y apoyo? Haz que
lloremos por Ti hacia adentro, sin lágrimas, con un dolor verdadero que
trascienda a todos nuestros actos y nos redima de llorar más tarde sobre la
propia muerte.
IX Tercera caída
Sólo le faltan unos pasos, muy pocos... Pero, ¿quién no desfallece al
último momento, cuando todo en nuestro mundo parece inmovilizarse,
concentrándose en torno al sacrificio? Ya no hay manera de volver atrás, de poseer
nuevamente aquello a lo que se ha renunciado.
El universo entero retrocede, nos abandona. Estamos solos a orillas de algo
implacable, desconocido, cruel; y antes de ofrecernos, de dejarnos devorar
voluntariamente, lanzamos un postrer clamor.
Pero Tú no gritas, no protestas. La ofrenda viva de tu cuerpo se ha
consumado ya y permaneces en tierra, vacío de Ti mismo, dispuesto a no ser para
que nosotros seamos, a abrirnos la senda de la recuperación y del amor.
X Jesús es despojado de sus vestiduras
Algo ampara tu desnudez de la violencia... Te yergues sobre todos como un
rayo de luz, como un haz intacto de secretos resplandores. Tu pureza irradia tu
blancura entre la suciedad, la traición, las mezquindades.
Te alzas como una antorcha alumbrando la senda para los que quieren aún
seguirte. Y entre tantos rostros que deforman la ira, el odio o la codicia,
eres, indefenso, salpicado de injurias, el único signo de paz. ¡Blancura de tu
frente ensangrentada, de tu cuerpo herido! Límpianos, Señor, con tu mirada,
purifica hasta el último rincón de nuestras mentes, grábate en ellas, desnudo,
silencioso, intocado...
XI Jesús es clavado en la cruz
¡Clávanos en la cruz de tu voluntad! Un clavo para cada sentido, cada
pasión, cada deseo... ¡si supiéramos tendernos inmóviles sobre ese lecho donde
Tú te tendiste, abriendo los brazos en un ademán de amor absoluto...!
Pero siempre frustramos tu generosidad con nuestra obligación o nuestras
inquietudes. Queremos amarte a nuestro modo, sufrir a nuestro gusto, como si el
dolor y la propia satisfacción fueran compatibles... Como si Tú hubieras
elegido... Ofreciste al verdugo tus pies, tus manos, todo tu cuerpo y, primero
que nada, tu Corazón...
¿Pues qué valen todos los martirios si el corazón se escuda y esquiva? Que
el primer martillazo nos caiga en mitad del pecho derribándonos sin piedad,
totalmente. Rendirse a Tu merced es rendirte, hacernos tuyos, para que seas
nuestro.
XII Jesús muere en la Cruz
Muerte victoriosa la tuya. Pero el triunfo derramado en tus venas se
ocultaba celosamente, y para los que te vieron eran sólo un despojo humano,
unos restos inútiles... Dios sin vida para hacernos vivir. Dejaste de alentar
para infundirnos aliento.
Te sometiste al abandono, a la traición, al desamparo, para que cifremos
nuestra dicha en sentirnos abandonados, traicionados, desvalidos. Y nuestra
desconfianza es tan grande que todavía nos obstinamos en temer,
estremeciéndonos ante la posibilidad de morir.
No olvidemos que, en tu muerte, nos abriste las puertas de Ti mismo y la
mansión de tu amor.
XIII A María, con Jesús muerto en los brazos
Era tu carne, tu sangre deshecha, martirizada; tu vida y la de Dios; tu
gloria y la del Cielo. Y de todo solamente quedaba en tus brazos un cadáver
maltrecho, una frialdad incontenible que te iba invadiendo inexorablemente.
Y en ese momento concedido a las tinieblas empezabas a ser nuestra Madre, a
cobijarnos en el regazo de tu dolor. Y por eso tus lágrimas no acabarían de
caer nunca. Se te cuajaron al presentir que te necesitábamos, que no dejarías
nunca de ser madre, que tu maternidad prodigiosa se ensanchaba, floreciéndote
nuevamente los senos, ¡oh redentora de los redimidos!
XIV Jesús es sepultado
Y nos llamas ahora desde esa piedra que te ciña, aislándote por un breve
plazo de todo. Porque para resucitar contigo hay que sepultarse primero enterrar
hondo los gritos de la carne, seguirte en tu pasión y hasta tu muerte.
Y saber que estás ahí, aunque no te sienta, aunque nos falte tu sombra, tu
contigüidad, tu recuerdo. Danos la fe que resiste a todas las tentaciones, que
no se quebranta aunque el mundo entero se alce contra ella, esa fe que surca
los mares y traspasa los montes, porque sabe muy bien que, al marcharte,
permaneciste entre nosotros...