Por Romano Guardini
El autor publicó este texto
en 1919. La consideración del ejemplo de Jesús, que entrega su vida por amor, crea
un clima propicio para abordar el delicado tema del sentido del dolor y de la muerte.
Para conseguir que, en el desamparo de la posguerra de 1918, aprendieran los
creyentes no sólo a soportar el dolor, sino a superarlo, Guardini divide cada
meditación en tres breves fases: expone el suceso de la Pasión que presenta cada una de las estaciones;
intenta adivinar el estado anímico de Jesús en ese momento; y sugiere cómo hemos
de imitar al Señor en nuestros momentos difíciles. Dialoga con el Señor doliente, y se
inspira en su ejemplo para dar la debida elevación a la propia vida. El estilo
noble y severo del relato responde a la dureza de los tiempos en que fue
escrito.
Las imágenes corresponden al Via Crucis de la Parroquia de Ntra. Sra. de Madrid. Son 14 tablas de 15x21cm, estucadas y doradas al método tradicional, y pintadas al temple. El autor, el artista plástico Juan José de Julián Rabadán se ha centrado en las manos para expresar con ellas el simbolismo de cada una de las estaciones.
Oración inicial
Señor, Tú dijiste: “Si
alguien quiere ser mi discípulo, tome su cruz de cada día y sígame”.
Yo quiero ahora seguir tus
huellas y recorrer en espíritu tu vía dolorosa. Haz, pues, que cobre vida ante
mi alma lo que padeciste por mí. Abre mis ojos, toca mi corazón, para que vea y
grabe en mi interior lo grande que es tu amor por mí, y me vuelva a Ti, mi
Salvador, con toda el alma, y me aparte del pecado que tan amargos sufrimientos
te causó.
Me pesan de todo corazón,
Señor, los pecados que he cometido. Quiero empezar de nuevo; ponerme seriamente
en camino y seguirte. Ayúdame.
Ayúdame también a llevar mi
cruz contigo. Tu vía dolorosa es la escuela de todo padecer, de toda paciencia
y toda abnegación. Haz que reconozca en ella mi propia indigencia. Enséñame a
comprender lo que ella me sugiere, lo que debo hacer precisamente yo, y
precisamente ahora. Y luego haz que esa comprensión se fortalezca y dé fruto,
de modo que también yo actúe conforme a ella. Amén
I Jesús es condenado a muerte
Jesús está ante el
tribunal. Los que le acusan son calumniadores. El juez es un hombre sin
carácter. El proceso, un escarnio de toda justicia. Este tribunal declara al
Señor culpable de un grave delito. La pena es ignominiosa y terrible a la vez.
Y Jesús sabe bien lo puras
que han sido siempre sus intenciones. ¡Y cuánto ha amado al pueblo y se ha
sacrificado por su salvación! La terrible injusticia y frivolidad de esta
sentencia debe de haber conmovido el corazón del Señor hasta el fondo.
¡Cómo se sublevaría mi
sentido de la justicia si alguien quisiera imponerme un castigo injusto! Cómo
me rebelo contra la desgracia cuando pienso que no la he merecido. ¡Y eso a
pesar de que sé bien lo culpable que soy! ¡Cómo habrá tenido que afectar al
Señor la miserable farsa del juicio! Él, sin embargo, calla. Acepta la
sentencia con un acto de voluntad libre, porque en esa decisión late la
santísima voluntad del Padre, y en ella se juega nuestra salvación.
Señor, Tú me precediste y
me abriste el camino. Enséñame ahora a seguirte cuando me llegue la hora.
Si tengo que recibir
órdenes o reproches dichos en tono áspero, muéstrame lo que haya en ellos de
justo, y enséñame a olvidar lo injusto.
Cuando un deber me parezca
insoportable, quiero reconocer en él la voluntad del Padre y cumplirlo.
Si me vienen sufrimientos
que considere inmerecidos, enséñale a mi corazón a ajustarse a la voluntad de
mi Padre, como hiciste Tú.
Si sufro una injusticia
manifiesta, que tu gracia me ayude a guardar silencio y dejar mi justificación
en manos del Padre.
II Jesús toma la cruz sobre sus hombros
Ha sido dictada la
sentencia. Jesús la ha aceptado en silencio. Y ahora traen la cruz. El reo
mismo debe llevarla hasta el lugar de la ejecución.
Jesús acoge el madero del
dolor. No deja pasivamente que se lo carguen, sino que lo agarra con decisión.
Este gesto no responde a
una exaltación irreflexiva. Lo que va a suceder se presenta, en todo su horror,
al espíritu de Jesús de modo preciso y duro. Él no se llama a engaño. Lo que le
mueve no es tampoco el valor de la desesperación. El Señor actúa con plena
libertad, sin miedo alguno.
La misión que el Padre le
ha encomendado la ve realizada en la cruz, nuestra salvación. Esta es la meta
que ansía con toda la energía de su corazón. Por eso su alma está lúcida y
serena. Va al encuentro de la cruz y la toma, decidido, en sus manos.
Señor, una cosa es decir
cuando todo va bien: “estoy dispuesto a cuanto Dios quiera”, y otra distinta es
hallarse realmente dispuesto cuando llega la cruz. Entonces, el corazón se
vuelve a menudo indolente y medroso, y se olvidan las buenas disposiciones.
Ayúdame, pues, a mantenerme
firme cuando llegue la hora. Tal vez esté ya la cruz aquí, o muy cerca. Que
venga cuando sea: yo quiero estar preparado. Hazme fuerte y generoso, para que
no me lamente ni oponga a lo que haya de suceder un día. Quiero mirarlo a los
ojos con valentía y reconocer allí la llamada del Padre.
Otórgame la firme confianza
de que también este dolor será para mi bien, y dame fuerza para aceptarlo
resueltamente. Si consigo esto, buena parte de su amargura habrá sido ya
superada.
III Jesús cae por primera vez bajo el peso de la
cruz
No ha dormido en toda la
noche y no ha tomado nada desde ayer tarde. “Lo han llevado a rastras de una
autoridad a otra. Los dolores y la pérdida de sangre lo han debilitado. La
inmensa ruindad de los hombres lo ha atormentado interiormente. El Señor está
terriblemente cansado.
La cruz es demasiado
gravosa para Él; su peso desborda sus fuerzas. La lleva un trecho, temblándole
las rodillas, pero luego tropieza con una piedra, o alguien del gentío le
empuja y lo hace caer.
¡Qué duros son los hombres
en tales momentos! Risas, insultos y golpes llueven sobre el caído. En cuanto
puede, Jesús se levanta, alza con esfuerzo la cruz sobre sus hombros heridos y
sigue adelante.
Señor, la cruz es demasiado
pesada para Ti, pero Tú la llevas por nosotros, pues así lo ha querido el
Padre. Su peso rebasa tus fuerzas; sin embargo, no la arrojas lejos de Ti.
Caes, vuelves a levantarte y sigues llevándola.
Enséñame a entender que
todo sufrimiento verdadero ha de parecernos en algún momento y de alguna manera
demasiado pesado para los hombros, pues no fuimos creados para sufrir sino para
ser felices. Toda cruz parece, alguna vez, exceder a nuestras fuerzas. Y se
oyen de nuevo palabras de agotamiento y angustia: “¡Ya no puedo más!”. Señor,
por la fuerza de tu paciencia y tu amor, ayúdame en esa hora para que no falle.
Tú sabes lo pesada que puede llegar a ser una cruz. Tú no nos tomas a mal
cuando desfallecemos, y nos ayudas a levantarnos de nuevo. Renueva mi
paciencia, derrama su fuerza en mi alma. Entonces, ella vuelve a levantarse,
toma su carga y sigue caminando.
IV Jesús se encuentra con su madre
La Virgen habrá estado
esperando en un cruce de calles, y ahora se une a la comitiva. Nada se dice la
madre y su Hijo. ¿Qué iban a decirse? Se sienten los dos solos, completamente
solos en el mundo –a pesar de la masa anónima que los rodea– mientras sus
miradas se entrelazan y sus corazones laten al unísono. Sólo Dios sabe qué
inmenso amor y sufrimiento atravesó entonces sus almas y se comunicó a través
de sus miradas.
¿Quieres pensar durante un
momento cómo era el alma de María? Muy fuerte, sensible y profunda: amor puro.
Y, aunque pueda a veces suceder que las madres vean su dolor aliviado por la
capacidad del corazón humano de embotarse y no ahondar en el motivo del
sufrimiento, María, la elegida entre todas ellas, la cercana a Dios, no tuvo
tal alivio. Ella vivió el dolor hasta lo más hondo.
Fue un instante largo y
breve al mismo tiempo. Luego le dijo el Señor con su mirada: “Madre, así debe
ser. El Padre lo quiere”. “Sí, hijo mío, el Padre lo quiere, y Tú también: así
ha de suceder”.
¡Oh Señor, querido Señor
mío, que sea yo el culpable de esta amargura…! ¡Por mí te separaste de tu
Madre!
Señor, este sacrificio no
debe ser inútil para mí. Haz que lo recuerde cuando Dios me llame y mi corazón
se sienta atado por las personas.
Enséñame a superar el
respeto humano, cuando alguien quiera impedir que dé testimonio de Ti.
Enséñame a liberarme de los
miramientos humanos, cuando éstos quieran apartarme de mis obligaciones.
Enséñame a ser más fuerte
que el amor humano, por grande y puro que sea, cuando éste me ponga en peligro
de serte infiel. Pero, Señor, enséñame a hacerlo como Tú lo hiciste: con amor.
No con rudeza y desconsideradamente, sino con delicadeza y tacto.
Y estoy seguro de que si,
en atención a Ti, debo hacer daño a alguien en cuanto al amor, éste se
fortalecerá en Ti. Y lo que tenga que perder por Ti, en Ti lo recobrará mil
veces.
V Simón de Cirene es obligado a ayudar a Jesús
Por unos instantes, el
Señor se ha visto cobijado por el amor maternal. Ahora tiene que salir de ese
ámbito de amparo. Y le resulta doblemente amarga la rudeza que le rodea; la
cruz le pesa el doble. Está solo. Los que le quieren se ven desvalidos. Los que
podrían ayudarle no quieren.
Al ver los soldados de la
guardia que las fuerzas de Jesús flaquean, echan mano de un campesino –de
nombre Simón– que vuelve del campo; él ha de ayudarle a llevar la cruz. Pero no
quiere; tiene hambre, quiere ir a casa, comer y descansar. ¿Por qué ha de
fatigarse por ese agitador? Se niega y tienen que obligarle. Toma la cruz
indignado y furioso. Menguada ayuda va ser ésta para Jesús…
El Señor se halla en total
soledad; está completamente solo en su horrible aflicción. Únicamente el Padre
está junto a Él.
Señor, a muchos has
ayudado; ahora te han abandonado todos. Y Tú no te rindes, por mí, para ser mi
camino y mi apoyo.
Si algún día me encuentro
solo en el dolor, pensaré en Simón de Cirene.
Con qué frecuencia se ve
abandonado el que está en un apuro. Solo en el dolor, sin que nadie le ayude.
Solo en su dolor interior, sin que nadie le comprenda. Y si acude a los demás
con su problema, verá en su rostro cuán incómodo les resulta. Sus gestos y
palabras le indican: “¿Qué nos importa eso a nosotros?”
Señor, en esas horas
acompáñame. Ayúdame, para que asuma esa soledad y no desfallezca.
No debo ir enseguida a
compartir mis congojas con los demás. Tengo que aprender a asumirlas
libremente, a solas contigo.
Y si algún día veo
claramente en mi interior que, en el fondo, cada uno está solo con sus
problemas y debe resolverlos por sí mismo, pues, en definitiva, nadie puede
ayudar a los demás, hazme entonces sentir que Tú estás junto a mí. Hazme saber
que eres fiel: no me abandones.
VI La Verónica enjuga el
rostro de Jesús
El Señor se siente del todo
abandonado. A su alrededor sólo hay hostilidad, crueldad, dureza de corazón.
Está extenuado a causa de la sed y el dolor; se halla cansado en cuerpo y alma
hasta el desfallecimiento. La cruz le pesa horriblemente. Siente como si fuera
a asfixiarse, y, a menudo, todo gira ante sus ojos.
Cualquier otro se
escaparía, completamente desesperado, y no mostraría interés por nada. Y, al
acercarse la Verónica y ofrecerle su lienzo, no la hubiera siquiera mirado, antes
seguiría, ciego e indiferente, dando traspiés.
Jesús, en cambio, jadea
bajo la carga, pero su corazón es tan delicado y se halla tan despierto que es
capaz de valorar el humilde servicio de esta mujer; manifestarle su aprecio y
agradecérselo al modo divino. Enjuga su rostro, y, cuando le devuelve el paño,
éste lleva impresos sus santos rasgos.
¡Oh Señor, qué fuerte y
sensible es tu corazón! Tú, alma regia, noble sobre toda nobleza, absolutamente
libre. ¡Tú solo libre entre nosotros, siervos de la vida y del dolor!
¡Oh, hazme libre a mí
también! Cuando esté sufriendo y vaya a volverme ciego e indiferente hacia las
personas que me rodean, mantén lúcida mi mirada y libre mi corazón del egoísmo
que tan fácilmente asalta a los que sufren. Ayúdame a no pensar siempre en mí.
No debo volverme exigente, convertirme en una carga para los demás, perturbar
su alegría porque me siento triste. Enséñame a apreciar los pequeños servicios
del amor; y a valorarlos debidamente y dar gracias por ellos.
Sí, debo aprender a ser yo
mismo útil a los otros, pues uno supera muy fácilmente su dolor cuando se
olvida de sí mismo y ayuda a los demás. Enséñame a pensar en ellos y
entenderlos. Muéstrame cómo puedo ganar su confianza; cómo puedo decirles una
buena palabra, y consolarlos, animarlos, apoyarlos.
VII Jesús cae por segunda vez
bajo la cruz
Simón de Cirene ha ayudado
mal. Posiblemente, acabó marchándose. Jesús vuelve a estar solo entre el pueblo
despiadado. De su madre ha tenido que separarse; sus discípulos han huido; los
pocos que le son fieles se sienten impotentes entre el gentío.
Nadie le ayuda en su
desvalimiento. La cruz es muy pesada; pero más le pesa sobre su alma la
ingratitud que le rodea. Con el amor más desinteresado anunció a todos el Reino
de Dios. De modo que puede haber ahora alguien entre la multitud a quien haya
curado o alimentado en el desierto. Y ahora todos braman contra Él, como si
fuera su peor enemigo.
Esto es lo que lo hace caer
por segunda vez al suelo.
Pero una gran luz
resplandece en su alma: justamente a través de lo que le están haciendo quiere
salvarlos. Así que vuelve a levantarse por segunda vez con esfuerzo, y sigue
andando.
¡Señor, ojalá comprendiera
yo lo grande que es sufrir por los demás! Todos tus sufrimientos albergan una
oculta dulzura, porque Tú sabes que son para nosotros una fuente de bendición y
salvación. ¿No puedo yo pensar lo mismo? ¿No puedo yo soportar lo que me oprime
a favor de otros? ¿Ofrecer en sacrificio al Padre Celestial, junto a tu Pasión
redentora, mis preocupaciones, mis trabajos y sufrimientos? Por todos los que
me son queridos: esposos, hijos, padres, hermanos… Por todas las necesidades
del ancho mundo… Por todo lo grande, puro y santo que está en peligro… Por los
muchos que yerran, y están en pecado, y se han extraviado…
¡Ojalá comprendiera yo
profundamente que mis padecimientos serían entonces una bendición para otros!
¡Que participan de la energía que irradian los sufrimientos del Redentor! ¡Que
atraen la gracia de Dios sobre los demás, y consuela cuando nadie puede
hacerlo! ¡Sí, entonces se habría vencido verdaderamente al dolor! Se lo habría
superado en su raíz más honda.
Y, en lugar de estar
despechado, sentiría yo, en medio de mis penalidades, la alegría de ser
instrumento de Dios en la obra del amor y la redención. ¡Señor, te pido con
toda mi alma que me enseñes a comprender esto! Haz mi alma grande y generosa,
para que comprenda esta gran verdad inefable, y dale el amor necesario para
ponerla en obra.
VIII Jesús habla a las mujeres
de Jerúsalen
También aquí se manifiesta
el prodigio de la libertad interior de Jesús.
Cuando pienso cómo tiene Él
que sentirse… Su cabeza, atormentada por las espinas; su cuerpo, desgarrado por
hondas heridas, torturado por un sudor acre… A punto de ahogarse bajo el peso
de la cruz… A su alrededor, sólo odio y burlas, y ante él el horrible final… Si
estuviera yo en tal situación, y vinieran algunos hacia mí profiriendo grandes
lamentos, compadeciéndose de mí con voces y llantos, ¿no me invadiría una
impaciencia irrefrenable?
Pero el alma de Jesús
permanece libre y serena. Y, aunque todo en él tiembla de dolor, habla con
calma a las mujeres y cumple su misión de enseñarles y amonestarles.
A todos nos llega la hora
en que nos oprimen grandes sufrimientos, y todo en nosotros se estremece bajo
su violencia. Los nervios ya no quieren obedecer, y nos cuesta esfuerzo
dominarlos e impedir que se derrumben. Doble esfuerzo si el entorno nos
atormenta con una conducta insensible e irracional.
Señor, si alguna vez me
sucede esto, ayúdame a mantener la calma. Que el ejemplo de tu paciencia me dé
fuerza para dominarme y ser amable con los demás, incluso con los insensatos,
insensibles y rudos.
Quiero proseguir
pacíficamente mi trabajo y seguir profesándote aun estando bajo de ánimo.
IX Jesús cae por tercera vez
bajo la cruz
Poco después de la segunda
caída, vuelve Jesús a desplomarse. ¿Qué podemos decir ante semejante martirio?
¿Repetir palabras? Todas parecerían aquí vacías. Intenta sentir lo que Él
padece. Lo mortalmente cansado que está, y lo que significa caer bajo tal carga
y en tal entorno ¡por tercera vez! Jesús está al límite de sus fuerzas. Sin
embargo, se yergue una vez más, y carga con la cruz hasta la meta. Pero allí no
le espera la salvación, sino una muerte horrible.
¡Oh Jesús, el fuerte por
excelencia, Tú estás en mí, y yo en Ti. Contigo debo perseverar en el dolor,
incluso cuando piense que ya no puedo más. Contigo tengo que cumplir mis
deberes, incluso tratándose de obligaciones sencillas.
Ayúdame a no desfallecer en
las grandes pruebas y a no rehuir el cumplimiento del deber. Y si caigo, por
debilitarse mis fuerzas, ayúdame a levantarme de nuevo.
Tres veces caíste; tres
veces te levantaste. Enséñame a comprender, Señor, que no exiges que no seamos
débiles nunca, sino que volvamos a levantarnos una y otra vez.
Enséñame a entender que
toda nuestra vida terrena es siempre un constante volver a levantarse, un
decidido recomenzar.
X Jesús es despojado de sus
vestiduras
Todo se lo han quitado: su
libertad, sus amigos, su actividad. Ahora le quitan, incluso, la dignidad de su
cuerpo. Totalmente desnudo, es expuesto a la mofa. Cualquier descarado puede
mirarlo y escarnecerlo. Todos los que antes lo veneraron como un gran profeta y
lo celebraron como Mesías, amigos, extraños, las gentes de todo el pueblo lo
ven ahora en su humillación. El alma de Jesús es fuerte, profunda,
indeciblemente noble y delicada. Su sentido del honor es muy vivo y sensible.
El deshonor lo acosa como una llama devoradora. Pero él está cumpliendo la
voluntad de Dios, y persevera.
Señor, recuérdame esta hora
amarga cuando se trate de mi propia honra. Cuando alguien malentienda mi
intención y me atribuya motivos ocultos. Cuando se me calumnie y manche mi buen
nombre. Cuando me malentiendan incluso los que me son próximos y deberían saber
cómo pienso yo.
Este escarnio incalificable
lo has padecido por mí. Haz que tu ejemplo me dé fuerza en las horas de prueba.
Dios sabe la verdad. En esta convicción me apoyaré. Pensaré que mi honra queda
a su cuidado, y que él me justificará en el momento oportuno.
No dejes que pierda la
paciencia; no permitas que devuelva mal por mal, que cen-sure, juzgue e incluso
levante sospechas sobre quien ha mancillado mi honor.
Ayúdame a seguir siendo
justo, permanecer sereno y confiar en Ti.
XI Jesús es clavado en la cruz
Lo que sucede ahora es tan
horrible que quisiera uno huir para no tener que presenciarlo. Y ver cómo lo
crucifican y levantan la cruz… ¡Oh, mi Señor y Salvador…! Pero yo no tengo
derecho a escapar; debo quedarme aquí, pues Él padece por mí.
Hasta ahora, Jesús ha
podido al menos recorrer el camino, moverse, esforzarse. En este momento, todo
eso cesa. Ya no puede hacer más que estar suspendido en silencio y resistir.
Los dolores en los miembros
atravesados, en su cabeza y en todas sus profundas heridas se vuelven cada vez
más lacerantes; la sed le atormenta más y más; la congoja del corazón se
acrecienta. Y él no puede ayudarse de ninguna forma; ni moverse ni hacer otra
cosa que resistir y sentir cómo se acerca la muerte. ¡Y las gentes alrededor!
¡El odio demoníaco y las burlas de sus enemigos! ¡La rudeza del populacho!
¡Oh Señor, perdona a este
pecador! Pues soy culpable de tu desgracia.
Y haz que Tu pasión no
quede sin fruto en mi vida. Haz que yo experimente en mí tu paciencia y tu
energía divina. Para todos llega un día la hora en la que no puede hacer nada,
ni salvar su honra, ni aliviar su dolor, ni encontrar salida a su situación
menesterosa. Así será, sobre todo, en la última enfermedad, cuando uno sepa que
se acerca el fin y el médico se vea incapaz de remediarlo.
Señor, cuando esa hora
llegue, estarás a mi lado, lo sé. La fuerza de tu cruz estará en mí, y me hará
fuerte.
Jesús padece durante tres
horas. Junto a la cruz están su madre y su amigo del alma. “Mujer, ahí tienes a
tu hijo”, le dice a ella. Y a Juan: “Ahí tienes a tu madre”. Es como si se
desligara del amor de estas dos personas, en el que se hallaba envuelto.
Jesús quiere estar solo. Ha
tomado sobre sí nuestras culpas; quiere asumirlas él solo ante la eterna
justicia. Nadie ha de acompañarle. Totalmente solo ha de resolver ese tremendo
asunto con Dios.
Lo que, en ese momento,
sucedió en el alma de Jesús nadie lo sabe.
Entonces exclamó: “¡Dios
mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”
Nadie ha desvelado el
misterio de que el Hijo de Dios pueda estar abandonado de Dios. Sólo podemos
decir esto: Hasta ahora su corazón sentía consuelo y apoyo en la cercanía de
Dios. Ahora, hasta de esto se ve privado.
Jesús se ve despojado y
solo. Abandonado de todos. Está solo con nuestras culpas ante la justicia
divina.
Nadie podrá llegar a
imaginarse jamás lo que esto significa.
Sólo una cosa le sostiene:
su inquebrantable lealtad a la misión que el Padre le encomendó; su
inconcebible amor por nosotros.
Y en este amor se consume
él, hasta que todo esté terminado.
“Todo está consumado”.
Yo adoro a la infinita
justicia de Dios, ante la que comparezco como pecador. Y a Ti, mi Salvador, que
por mí intercediste.
Señor, Tú me has salvado;
te lo agradezco de todo corazón.
Me has mostrado también
cómo puedo sobrellevar mi dolor y cómo puedo superarlo por mí mismo: mediante
el amor. Sólo podré sobrellevarlo si lo recibo, como Tú de la mano del Padre.
Si confío en el Padre y me acojo a él. Entonces seré fuerte, aunque todo lo
demás me falle.
Sólo podré superar el dolor
si lo convierto en una bendición para otros, como Tú hiciste. Si lo sobrellevo
y lo ofrezco al Padre por los que amo, por todos a los que quiero ayudar.
Entonces, mi dolor participará en la omnipotencia de tu pasión; atraerá la
gracia del Padre y prestará ayuda donde nada ni nadie puede hacerlo. Y entonces
también me ayudará a mí, al saber que no sufro en vano, sino que mi sufrimiento
supone una bendición para otros.
Y si llega la hora en que
no puedo hacer nada y me siento inútil en este mundo, puedo realizar lo más
excelso: ofrecer contigo, de modo abnegado y discreto, mi dolor, mi impotencia,
incluso mi muerte por los demás. Señor, sólo así se logra lo que ni la
sabiduría humana, ni poder o bien alguno del mundo pueden conseguir: sólo así
son realmente vencidos el dolor y la muerte.
XIII Jesús es bajado de la cruz
El Señor ha apurado su
cáliz de dolor. Ahora está muerto. La obra maravillosa de Dios, esta vida
floreciente, llena de energía y riqueza, inmensamente fuerte y delicada, ha
quedado destruida.
Humanamente hablando, Jesús
tenía todavía la vida ante Sí. ¡Cuánto podía aún haber hecho, enseñado y
ayudado! ¡Qué plenitud de vida divina hubiera podido brotar de Él si hubiera
vivido una vida humana completa!
Todo eso ha sido
aniquilado.
Pero ésta es “la locura de
la cruz”
“El grano de trigo tenía
que morir” para que naciera de Él la vida más alta, y quienes lo enterraron se
convirtieron, sin quererlo, en sembradores de la Salvación.
Ésta es, Señor, la
respuesta a las amargas preguntas: ¿Por qué tenemos que sufrir cuando todo nos
llama a ser felices y llevar una vida creativa? ¿Por qué hay que morir? ¿Por
qué hay que irse cuando no se ha vivido la vida todavía? ¿Por qué hemos de
devolver lo que nos es tan querido?
Aquí fracasa la sabiduría
humana. Sólo en la cruz está la respuesta: “Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo”. Todo nuestro dolor, nuestro sacrificio y
nuestra muerte son simiente celestial. Si nos identificamos con la voluntad de
Dios, se trueca vida por vida, para nosotros y para los demás. Así quiero
creerlo. Quiero confiar en Dios y apoyarme en Él, para que también mi vida, mi
dolor y mi muerte den fruto eterno.
XIV Jesús es depositado en el
sepulcro
Envuelven el cuerpo del
Señor en sábanas de lino y lo depositan en la tumba de José de Arimatea. Hacen
luego rodar una pesada losa sobre la entrada del sepulcro y vuelven, tristes, a
sus casas.
Ahora todo está en
silencio. Respiramos aliviados por haber terminado, al fin, el horrible sufrimiento.
Una paz profunda rodea la tumba solitaria. Es la paz de la plenitud. El que
duerme allí ha llevado a término, con lealtad divina, cuanto el Padre le había
encomendado. Ahora descansa de su labor.
Nosotros tenemos la
impresión de que en torno a este silencioso lugar relampaguea ya la inminente
gloria de la Pascua.
Pero los discípulos ven
todo de otra manera. Para ellos se ha perdido toda esperanza. Para ellos, el
sufrimiento y la muerte del Viernes Santo son el fin.
Pero también a ellos se les
aparece pronto Jesús, irradiando fuerza y luz, y descubren que “el Mesías debía
sufrir todo eso para entrar en su gloria”, y que su muerte era el precio de
nuestra vida.
Oh, Señor, ésta es la Buena
Nueva que nos trajiste a todos: que tras cada Viernes Santo viene la Pascua de
Resurrección; que todo sufrimiento es una fuente de bendición, y la muerte
misma es semilla de nueva vida para quienes se acogen a Ti.
Enséñame a comprender esto.
Haz que se avive en mí esta convicción cuando vengan las horas difíciles.
Entonces veré por experiencia que de esta forma no sólo puedo soportar el
sufrimiento, sino también superarlo. En Ti quiero sentirme superior a él y
convencerme de que el alma sale fortalecida de cada episodio doloroso vivido
con valentía, y un rayo de luz pascual brilla cuando se supera un momento
sombrío. Y experimentaré que quien así contigo vive y sufre… también en la
amargura participa de tu paz.
Oración final
Señor, ahora me dejas salir
del sagrado ámbito de tu Pasión. Retorno a mi vida cotidiana.
Tú me has enseñado que
nuestro dolor no es una sombría servidumbre contra la que nos rebelamos en
vano, o en la que fracasamos y nos desesperamos. El dolor es amargo pero viene
de Dios, y está destinado a promover nuestra salvación.
Tú me has enseñado cómo
llevar mi cruz: confiando en Dios y por amor a Él. Me has enseñado también cómo
puedo vencer el dolor: ofreciéndolo como un sacrificio por amor a los demás.
Graba esta verdad santa en
lo más hondo de mi corazón, para que no la olvide nunca. Y haz que reviva en mí
sobre todo cuando más la necesito: en la hora de la aflicción.
Pensaré entonces en lo que
me has dicho hoy, y actuaré en consecuencia. Amén.